Hace unos días perdí la cobertura como quien pierde la gracia: de golpe y sin pretenderlo. Escribí estas líneas —lo cambio, claro, ahora— desde cientos, o quizás miles, de metros de altura en la Serranía de Cuenca. No negaré que uno a estos bosques viene curado de espanto, sabiendo que la wifi es tan inestable como los chopos bajo el viento. Pero volver aquí, a este marco incomparable, me ha recordado que la falta de cobertura supone la mejor de las oportunidades para conectar de verdad (aunque también suponga mandar este artículo, ay, más tarde de lo que O’Mullony y ustedes merecen).

Decía que perdí la cobertura del móvil y la buena noticia es que lo supe días después, esto es, no tuve que comprobarlo. De haberme acordado, yo habría llamado a Antonio y ya saben, ancha en Castilla. Pero uno olvidó que cuando en el monte se olvida todo lo accesorio. Y en estas estamos, que durante casi dos semanas he andado por la serranía conquense rodeado de niños y otros jóvenes de mi edad haciendo lo que Galdós definió como «necesidad devoradora de meter ruido que domina el temperamento los hombres con absoluto imperio». Que ahí es nada.

Así, desconecté del móvil porque en este imperante desarraigo de nuestra rutina (que nos quiere libérrimos en su peor acepción), el apego al aparato se ha librado de la quema. Curioso, sea como fuere, que aquellos que exhortan nuestra libertad silencien al mismo tiempo el encadenamiento tecnológico. Y claro, el hombre moderno finalmente termina por poseer el móvil como Góngora poseía la nariz: superlativamente. E innecesariamente, claro. Por eso, esta desconexión tan buscada como inoportuna —mea culpa— se convirtió desde el principio en un bálsamo. Porque poner caras donde antes había pantallas, ruido donde había quietud, naturaleza donde asfalto y Dios donde la nada, me ha servido como remedio de todo mal.

Vuelvo por tanto a Madrid con la firme convicción de haber encontrado la conexión que en el afán de mis quehaceres andaba perdida. Bajo un sauce acaricié una epifanía que ni el mayor friki de, qué sé yo, Apple —con sus gigas, su smartwatch y demás mierdas— podrá jamás imaginar. Aunque no lo entiendan, y pese a mi falta de cobertura, estos días he estado más conectado que nunca.

Pablo Mariñoso
Procuro dar la cara por la cruz. He estudiado Relaciones Internacionales, Filosofía, Política y Economía. Escribo en La Gaceta, Revista Centinela y Libro sobre Libro. Muy de Woody Allen, Hadjadj y Mesanza. Me cae bien el Papa.