Cine desencarnado

Me lo contó hace años una amiga de la infancia. Había terminado sus estudios de Filología, y, decepcionada por las palabras, decidió probar suerte con la imagen, a ver si con ellas conseguía explicarse mejor. Se matriculó en un curso de cine y, con ilusión renovada, empezó a planear su primer cortometraje. La parte más divertida y extraña fue, según ella, la del casting. Por delante de su cámara pasó todo tipo de gente.

Cada uno de su padre y de su madre, pero con un par de características generales. La primera: todos decían sentir que la cámara les quería y que, por tanto, los futuros espectadores del cortometraje asistirían a la revelación de un actor maduro o de una actriz ya en sazón. Hasta ahí nada nuevo. Vanidad de vanidades. La segunda cuestión ya era, a juicio de mi amiga, más singular: los candidatos manifestaban desde el primer momento, y sin que nadie les preguntara nada al respecto, una disposición clara a desnudarse delante de la cámara.

Nunca llegué a ver el cortometraje de mi amiga. Puede que ni siquiera lo acabara. Luego su vida dio otro vuelco y lo del cine pasó a ser para ella secundario. Eso sí, a juzgar por lo que ahora vemos en las pantallas, el afán del personal por salir en pelota picada no ha disminuido, sino que se ha incrementado notablemente.

Hubo un tiempo en el que era fácil detectar una película española. Salvo en algunos casos meritorios, sucedía que, al minuto y medio de metraje, un personaje ya estaba en bolas. Da igual que fuera un cartero en un pueblo manchego o una jugadora de tenis en un club pijo: enseguida, en cueros.

Ahora el despelote repentino no es made in Spain. Es casi universal que la peña se quede en mangas de escapulario a la mínima. No piense el lector que son cosas de la llamada «tensión sexual no resuelta» (ésa que nos lleva hasta el capítulo veinte de la temporada sexta de una serie). Ya no hay tensión alguna. Los personajes no sienten un vacío que sólo la proximidad de la otra persona podría llenar. El corazón no va in crescendo. Al corazón ni está ni se le espera. Hay que saciar el ansia en cuestión de minutos. Pacientes y enamoradizos abstenerse. Nada de fundido en negro y una escena de desayuno al día siguiente. Hay que mostrarlo todo. Si es necesario, con crudeza. Cuanto más desencarnado, mejor.

Me parece que no deberíamos resignarnos a que, en el cine, el amor se convierta en una mezcla de Porky’s, violencia pornográfica y trámite irrelevante. Lo obsceno debiera quedar fuera de la escena. Los que amamos el cuerpo humano —no hay nada más bello— no queremos verlo convertido en mercancía.

Se me dirá que eso exigirá de los artistas una creatividad mayor. Probablemente. No lo niego. Pero esa objeción no es tal, pues el artista verdadero sabrá siempre hallar en la carne el principio de nuestra salvación.

Alfonso Paredes
Abogado en ejercicio. Casado y padre de cinco hijos. Máster en matrimonio y familia (Universidad de Navarra). Autor de 'El señor Marbury' (Homo Legens, 2020) y de 'Sonata en yo menor' (Monóculo, 2022).