Churchill y los boomers

En ese ambiente deletéreo que son los foros de Internet donde se comentan los artículos y noticias de los diarios de centro-derecha siempre anidan boomers dignos de estudio. Al boomer le pasa lo mismo que al burgués de André Gide: su esencia no viene determinada por unas circunstancias que es incapaz de controlar, por ejemplo la fecha de nacimiento, sino que en él casi todo es una cuestión de mentalidad. Así, el boomer, más que nacer se hace. A cualquier edad. Y es fácilmente reconocible.

El ambiente que contribuyen a crear los medios generalistas con respecto de la Federación Rusa está provocando la eclosión del boomer experto en Churchill. Se trata de un fenómeno fascinante. Al editorial periodístico que aconseja prepararse para defender la sociedad abierta, que es la neopatria porque ya no se habla de España por ningún sitio, le sigue el comentario de un lector que sostiene, camuflando el exabrupto para esquivar a la censura, lo absurdo de morir o sacrificarse por semejante cosa —¿Bizum Moscú?—. De haber réplica, ésta suele correr siempre a cargo de nuestro experto forero en el Primer Lord del Almirantazgo que suelta, solemne, lo de: «Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra, elegisteis el deshonor y tendréis la guerra». Aquello cae como el You’re beautiful de James Blunt en una fiesta, y así se queda el tipo en su finest minute, «esponjao», que diría Aznar. Si yo fuera de otra manera, pensaría que se trata de bots entregándose al conflicto híbrido porque esto es algo que se repite con frecuencia en ciertos rincones de Internet. Otra cosa es saber para qué facción trabajan.

Luego, una descubre decepcionada que la frase de Churchill es apócrifa o que, por lo menos, no se dijo de la manera en que suele ser reproducida, tampoco en la sesión del 5 de octubre de 1938 en la cámara de los comunes y menos a Chamberlain. Es decir, que roza el nivel de lo de los pasteles y María Antonieta. Aunque, para ser fiel a la verdad y tranquilizar a los admiradores del personaje, Churchill sí expresó por escrito a David Lloyd George y a Lord Moyne durante la crisis de los Sudetes su disgusto ante la «desoladora» elección que tenían por delante: guerra o vergüenza. En el caso de nuestra generación, de repetirse la Historia será como farsa y con ración doble de vergüenza. No debe caber duda alguna al respecto.

Según nos cuentan esta semana en la prensa, la sociedad abierta merece ser defendida. Curiosamente, el tipo de sociedad que parece, por su capacidad disolvente y ombliguismo, la peor preparada para responder a ciertas amenazas, sean éstas reales o pura invención. En lo que respecta a la tensión moral, el enemigo nos lleva la delantera. Porque, a efectos prácticos, ¿qué es la sociedad abierta sino el hecho de dejarse invadir por las manadas verstryngianas y  disfrutar de un catalogo casi ilimitado de derechos subjetivos? Ya me puede tratar de pusilánime el editorialista del periódico de turno, siempre prescriptor de las modas que vienen de Estrasburgo y Bruselas —ayer ingeniero de puentes y hoy sargento Highway—, pero se me ocurren cosas mejores por las que arriesgar vida y —modesta— hacienda.

La defensa de determinados valores que podrían justificar un conflicto de proporciones bíblicas no es más que el canto de sirena, o el mascarón de proa, de ciertos anhelos de la «nación indispensable». Los mandarines bruselenses, como no podía ser de otra manera, no están eligiendo los intereses reales de los europeos sino, en el fondo, los de sus «padres fundadores». Pero vaya usted a explicárselo a los búmeres churchilianos.