Charlie Kirk

«Violencia» fue la última palabra que pronunció Charlie Kirk, asesinado este miércoles mientras protagonizaba un encuentro en la Universidad de Utah. El joven activista norteamericano comenzaba una campaña por diferentes estados con Turning point USA, con la que logró entusiasmar a miles de estadounidenses. Justo cuando reflexionaba sobre la creciente violencia política en los Estados Unidos, una bala perforó su cuello.

El tirador sabía lo que hacía, como también lo saben los medios de comunicación norteamericanos. La avalancha de titulares no ha conseguido eclipsar su infamia: muchos de ellos, con la MSNBC a la cabeza, todavía tratan de justificar el atentado. «El tirador podría haber sido un simpatizante que disparó su arma como una celebración», abría la noticia de la mencionada cadena.

Más allá de todas las investigaciones —la Casa Blanca monitorizó la situación desde el primer momento—, el asesinato de Kirk no se trata de un hecho aislado. No es una desgracia puntual, sino el síntoma de una creciente espiral de violencia política en la que el gatillo siempre queda apretado por los mismos, y justificado también por los mismos.

De Kirk a Uribe, pasando por el propio Donald Trump, Robert Fico, Villavicencio, Bolsonaro o Shinzo Abe, somos testigos de una serie de atentados en los que siempre se sitúan delante de la bala líderes conservadores. No es casualidad. Durante los últimos años, los enemigos de la gente corriente han retomado su sanguinaria costumbre de ganar con la pólvora lo que son incapaces de ganar en las urnas.

Y ha llegado la hora de frenarlo.

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