Hay una mentira que jamás he creído: la que exalta la presente época como la más tolerante, inclusiva y libre de la humanidad. Nunca he dado crédito a esa sandez. Todo lo contrario, desde siempre me pareció que los ismos de moda nos estaban conduciendo a la peor de las tiranías, la del relativismo moral.

El militante progresista, ése que es capaz de cambiar del ambientalismo al feminismo en cuestión de segundos, se declara un defensor acérrimo de los Derechos Humanos. Toda esa verborrea no pasa de ser un pretexto para atacar a Occidente, la única parte del mundo donde puede berrinchar sin ser decapitado.

El perroflauta es como aquel adolescente que se siente valiente desobedeciendo a sus padres. Sin embargo, es incapaz de cuestionar los mandatos del jefe del grupo o del matón del colegio. El progresista se rebela contra occidente porque sabe, de manera consciente, que todavía somos una sociedad tolerante, y que de cierta manera estamos de su lado.

De hecho, el progresista medio no dudará un segundo en defecar a las puertas de una capilla católica, pero pedirá respeto para los musulmanes, aunque muchas de las creencias islámicas vayan contra varios de los dogmas que dice defender. Por ejemplo, la homosexualidad libre. El fallecido profesor Olavo de Carvalho acuñó una etiqueta para describirlos: imbéciles juveniles.

El mundial de futbol nos muestra de manera muy clara la doble moral progresista. Las autoridades del país organizador no han garantizado la seguridad de las parejas homosexuales y han prohibido el uso de la bandera LGTB en las canchas. Empero los colectivos multicolor sólo han atinado a pronunciarse en redes y recomendar a sus militantes no viajar a Catar. No hubo marchas ni protestas frente a mezquitas. Todo se redujo a unos tiernos consejos.

Incluso la FIFA se abstuvo de hacer algo que pueda molestar al alto mando catarí. Durante el mes de junio cambió la foto de todos sus perfiles de redes sociales a la bandera LGBT excepto en la cuenta del mundial de Catar.

Las autoridades encargadas de la organización del mundial afirmaron en un reportaje reciente: «Somos una sociedad relativamente conservadora; por ejemplo, las demostraciones públicas de afecto no son parte de nuestra cultura. Creemos en el respeto mutuo y, si bien todos son bienvenidos, lo que esperamos a cambio es que todos respeten nuestra cultura y tradiciones».

El General Abdulaziz Abdullah al-Ansari, jefe de seguridad del mundial, ya advirtió que en el islam la homosexualidad está prohibida. Además, que el país no piensa cambiar su cultura por 28 días de futbol. En una entrevista a la agencia de noticias AP afirmó que «si un hincha muestra la bandera del orgullo, se la quito. No es porque realmente quiera o porque quiera insultarlo, sino para protegerlo. Porque si no soy yo alguien más que esté cerca puede atacarlo. No puedo garantizar el comportamiento de todos y le diría: “Por favor, no hay necesidad de mostrar esa bandera en este momento”».

Hasta la prensa, que en tantas ocasiones se alza como abanderada de los Derechos Humanos, evita mencionar cosas que puedan resultar incomodas a las autoridades de Catar. Un accionar que no se reduce al tema de la copa mundial de futbol. Por ejemplo, desde mediados de la década pasada los musulmanes inmigrantes en España y otras partes de Europa son los directos responsables de ataques a mujeres y homosexuales. Datos que los grandes medios de comunicación prefieren no mencionar, y concentran su artillería en los «fascistas» de Vox o el «misógino» de Trump. Total, ellos son los que ponen cosas feas en Twitter.

Para terminar, una leve reflexión: el 11 de septiembre de 2016, Christoph Schönborn, arzobispo de Viena, alertó sobre la invasión islámica de Europa. Pero esta vez, a diferencia de 1683, no habrá un John Sobieski III (rey polaco de entonces) que defienda la cristiandad, sino una gran cantidad de ingenuos que gritan: «Bienvenidos refugiados», no sin antes acusar de homofóbicos a sacerdotes y pastores.