Qué inocente y bienintencionado espíritu podría llegar a comprender el sufrimiento de un alma en carne viva, de un hombre atribulado por las más grandes penas y aplastado por una misión de finalidad salvífica. Leer a Léon Bloy implica traspasar los límites del tiempo, y es ante él mismo que uno luego es dirigido hacia lo eterno. Pero no es posible penetrar en los oscuros misterios de Bloy sin haber pagado previamente un precio, de igual modo que no es posible traspasar las puertas del infierno sin haber renunciado a lo precioso. Esta idea la desarrolló mucho mejor Esperanza Ruiz, que dio con la clave del desesperado en un artículo para El Debate de Hoy:
Hay, por tanto, que ser Bloy para que su lectura arrase tu corazón, sacuda tu alma y devuelva a ambos al mismo sitio pero ya nunca iguales. Y para ser Bloy no es necesaria una inteligencia prodigiosa, una visión preclara de lo divino o saberse acreedor de una misión cuasi corredentora. Basta con haber vivido el tipo de sufrimiento —físico, psíquico o espiritual (en Bloy convergen)— cuya única esperanza es la fina hebra que conecta con un Dios que guarda silencio.
Salvo por dos amigos, Bloy era a menudo observado con desdén, acusado de orgulloso y como decía Jeanne (su novia, a quien van dirigidas las cartas) «los amigos de Job no han cambiado con el paso de los siglos». A pesar de todo, el corazón de Léon Bloy era dulce como la miel, mas rebosante en un cáliz de espinas. Presentándole en una de sus cartas a sus amigos, se refiere a uno de ellos como «un pobre hombre muy ingenuo y muy tierno que todo el mundo desprecia a causa de su gran debilidad mental». Pero él no. Bloy sufría con ellos hasta el punto de mendigar por ellos, de darles lo que tenía y no guardarse nunca nada para él.
Jeanne Molbech, acompañada entonces por una amiga en común, describe en la introducción del libro el primer encuentro con el que iba a ser su futuro marido —y que nos dice más de ella que de él—:
«¿Quién es ese hombre?», le pregunté una vez me quedé a solas con ella. La respuesta fue fulminante, implacable en su absoluto, forzándome a tomar partido inmediatamente:
«UN MENDIGO», dijo. (…)
Tuve el presentimiento de una enorme injusticia e inmediatamente mi corazón voló hacia aquel hombre que era así entregado sin defensa.
Con aquel rostro sombrío andaba con la cabeza baja, un poco encorvado, como quien lleva un gran peso. Es posible que esa relación con Bloy le ofreciera, fuera de todo tiempo, la clarividencia misma con la que vivía su marido. El gran peso que cargaba Bloy no era aparente, siquiera físico: la mirada de Jeanne atravesó la dimensión conocida por el hombre para dejar entrever los sacrificios más estremecedores que un hombre puede llegar a sufrir. El mismo Bloy, en un acto tan honesto como insensato, se lo va revelando a lo largo de la correspondencia: «No ceso de gritar hacia Dios para pedirle lo que me niega siempre, la paz que tanto necesito». Con el paso de los días, al escritor francés le es permitido vislumbrar el destino que le espera. Primeramente con breves intuiciones —«He esperado tanto, deseado tanto, rezado tanto y mi corazón ha estado de tal modo reventado de penas que me parece que no puedo vivir ya si no me llega al fin un poco de felicidad»— y finalmente con plena clarividencia —«Tú te me has aparecido como signo de la próxima liberación»—.
De algún modo, la aflicción de Bloy remite a la esclavitud y éxodo del pueblo judío, que ciertamente espera abandonado en el Señor para ser liberado —no es sorprendente que años más tarde escribiera un libro llamado La salvación por los judíos—. Es una esperanza que atraviesa posibilidades e imposibles y que el tiempo decide culminar en su favor.
Nada de todo este amor y dolor cobra sentido si no logramos entenderlo como lo hacía él, para quien el matrimonio «es un sacramento sublime, cuya significación profunda es uno de los misterios de la Santa Trinidad y con el cual no se puede jugar sin un sacrilegio espantoso». No podemos contemplar las cosas del mundo con su mirada sin reparar en que Jeanne, él y Dios devienen inseparables desde el momento en que al escritor le son revelados los designios de lo Absoluto. Por eso su intuición es perspicaz al reconocer que le había sido arrebatado una herencia que le pertenecía y que estaba siendo retenida por manos injustas. Tal es la herencia del pecado.
En definitiva, el amor que nos desvela Bloy tiene la forma de una lengua de fuego que se confunde, entre el dolor, colmándolo de sentido, en un distinguido misticismo y en el generoso don de una inigualable sensibilidad poética. Se despide Bloy de Jeanne en la última carta: «Eres mi sola esperanza humana».
Llegué a las cartas de Bloy por la insistencia de Esperanza Ruiz y por ello quisiera que las últimas palabras fueran las suyas:
La carga poética y amorosa de las cartas es tan intensa que una no tiene más remedio que ir a buscar una fotografía de Jeanne, imaginándola la más bella de las mujeres, merecedora de paroxismos de amor. Y resulta que la destinataria de las promesas de Bloy [«Te llevaré donde jamás tu habrías podido ir… haré nacer en ti pensamientos que te lanzarán a desconocidos encantos»] es tan solo un alma que acoge las miserias de su amante y se entrega sin reservas al hombre naturalmente triste que la ama con pasión desmedida.