Sé que hace poco dije aquí que este sería mi primer verano sin salir de Madrid, pero me equivoqué: Vicen y yo hemos conseguido escaparnos tres días a Galicia y, siguiendo las enseñanzas de Julito, no nos hemos dedicado a «recargar las pilas». De hecho, yo he vuelto con las pilas más gastadas y con el firme propósito de no fallar nunca más a mi cita agostiza con la arena, el mar, el salitre y mis amigos de toda la vida.

El primer día, el viernes, fuimos a cenar. Han fijado los viernes porque es el día en el que llegan los que curran en Madrid, que son casi todos. No fuimos a uno de los chiringuitos o los bares de siempre, sino a un asador; un asador agradable en el que Aarón había reservado y en el que casi ninguno había estado antes. No sé exactamente cuándo, creo que cogiendo una de las zamburiñas que compartía con Guti, me di cuenta de que estaba viviendo uno de esos momentos que un amago de escritor como yo está obligado a recopilar; uno de esos momentos que revelan más intensamente que las arrugas, la tripita cervecera o la barba el paso de una etapa de la vida a otra: miré alrededor y vi a nueve de mis amigos de siempre encamisados, algunos hasta con zapatos, y acompañando medio quilo de carne a la piedra con un buen rioja. Bueno, a ocho: Juan bebe tanta Coca-Cola zero que sospecho que va a comisión de cada lata que pide y, como acudió a la cita en su moto de follatore, tampoco llevaba camisa. Pero no quedaba rastro alguno de las empanadillas de jamón y queso del Suso ni de esos pimientos de padrón que me empezaron a gustar a la fuerza porque era la ración más barata y la que más cantidad traía. Tampoco de las croquetas de pollo ni de los bocatas que pedíamos que nos partieran en tres. Ni siquiera la conversación en los cigarros entre platos fue la misma: hablé con Chori, que fuma casi tanto como yo, de sus martinis, de Carlos I y de mi amigo Javier Villamor. Ya en el café —que es otra de las novedades— compartí mi reflexión y Bastón apostilló: «Los restaurantes a los que me llevaban mis padres ya no me parecen aburridos; ahora soy yo quien les pide ir». Todos asentimos entre risas.

Después de la cena trasladamos la coña al jardín del único que ofrecía un lugar a salvo de los agentes de Feijóo. Yo ya había estado en ese jardín: fue hace cinco o seis años, llevaba un pantalón amarillo infame y me puse hasta las cejas de William Lawson. El viernes, en cambio, bebí tres o cuatro copas del Black Label que habían comprado Lugo y Guti y me lo agradecí. Me lo agradecí en el momento porque me encanta y me lo agradecí el sábado al despertarme con un dolor de cabeza leve, sobrellevable, que el café mañanero disipó sin necesidad de acompañarlo con ibuprofeno. No estoy muy seguro, pero creo que crecer es algo así como no emborracharse cada vez que uno sale. Al menos eso es lo que decía mi abuelo y eso, desde luego, es lo que hacía. Ojalá me pareciese más a él.