Día Mundial de la Prevención de Incendios Forestales: cainismo nacional

La villanización del sistema y nuestra sociedad, como es sabido, aparece como primer o segundo plato del menú del día

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¿Quién nos iba a decir que después de una supuestamente ejemplar y cacareada transición íbamos a regresar al más auténtico y genuino cainismo que se despacha por estos lares patrios? De la admiración, dentro y fuera de nuestras fronteras, de avances y progresos en las últimas décadas del pasado siglo XX tras votar la Constitución de 1978, hemos pasado a un primer cuarto del presente siglo en el que, según la RAE y desde 2013, nos hemos topado con términos y palabras del año como «escrache», «refugiado», «populismo», «confinamiento», «polarización» o «dana». ¡Casi nada al aparato! Sus primeras acepciones, desde luego, no son muy halagüeñas.

La lengua y su evolución son claros exponentes, evidentes síntomas del estado de una nación y, lingüística o léxicamente hablando, el paciente —España— no parece gozar de buena salud de un tiempo a esta parte. No hay que ser muy astuto para vislumbrar las ocasiones en las que, ahora con alarmante asiduidad, el país está «acudiendo a la UCI» por «dolencias» urgentes o «carencias» extremas como consecuencia de la inacción, la confusión o el caos imperante. Casualmente, en esas andamos hoy 18 de agosto, festividad de santa Elena: Día Mundial de la Prevención de Incendios Forestales. El guion parece escrito por Alfred Hitchcock y nada parece casualidad, sino una acumulación tras otra de funesta —¿y premeditada?— sincronicidad.

Y no se trata de exclusivamente hablar, por ejemplo, de sanidad, educación o (des)empleo. Por desgracia, en todas partes, ámbitos como los citados y espacios geográficos autonómicos, cuecen habas. Además, los pollos corren sin cabeza independientemente de la región y las competencias sibilinamente repartidas en muchos casos. Es lo que hay o, mejor dicho, lo que no hay, eso que paradójicamente brilla por su ausencia a la luz de unos récords recaudatorios de Hacienda cuyo reflejo no se ve plasmado ni en medios ni actuaciones. Ahí, en la recaudación, no nos supera nadie. Nos salimos de listas e índices con la «receta» de los sangrantes impuestos que se facturan al sufrido contribuyente.

Sin embargo, a propósito de lo de la paradoja, resulta ciertamente chocante el hecho de que, hace cuatro o cinco décadas, hubiera una saludable sintomatología en aquellos pasos hacia la modernidad, el progreso y nuestras libertades. Al menos, es lo que se vendía. Del poder adquisitivo del españolito de a pie, de la clase media, no hablamos para no dar demasiadas pistas de presentes lodazales, apagones o incendios —y no hace falta atestiguarlo con lo vivido y sufrido por los españoles en sólo nueve meses— en los que nuestros gestores nos han ido metiendo como el que no quiere la cosa. Ahora, además, si hay que echar más leña al fuego o circo político hispano, una micción a tiempo en forma de comparecencia, decretazo o ley es más que suficiente para que el perfume de esa orina sosiegue la indignación y humillación de gran parte del sumiso y vejado pueblo español. A resistencia no nos gana nadie.

Total, la meada parece parcialmente excitar los ánimos —no quiero pensar mal ni más— o sofocar algún que otro episodio de ira de millones de votantes adictos y adeptos a la «colonia roja» cuando, según ellos, el disidente de turno —también conocido como fascista o practicante de la ultraderecha aunque vote a Roberto Vaquero— se atreve a alzar la voz al hablar del retraso o avería de los trenes, la pésima gestión de nuestros recursos, la ausencia de presupuestos, la manifiesta necedad de sus gobernantes, la titulitis y CV de los fantasmas del mundillo político, el elevado precio de la cesta de la compra, el pago de un alquiler o adquisición de una vivienda —lo de digna ya ni cotiza—, la precariedad de los sueldos, las paguitas o enchufes por doquier, la creciente inseguridad en nuestras calles, la infame doble vara de medir de una servil justicia, el incesante goteo de inmigrantes ilegales en pateras, aviones, hoteles o centros que, en ausencia de milagros, sufragan nuestros millonarios impuestos, etc. Y de saraos, mordidas, tuits, lumis y sustancias psicotrópicas —no por prescripción facultativa, precisamente—, lo obviamos para que la lluvia dorada de los protagonistas no nos pervierta del todo en un ejercicio práctico de parafilia sexual.

Pues, entre dimes y diretes, el comodín del «cambio climático», que vale para riadas, estadísticas, ensayos sociales varios o incendios provocados, vuelve a salir a la palestra en forma de —¡ojo!— «pacto de Estado», ese en el que, aparentemente, el centenar de villanos —entre detenidos e investigados— aficionados a la piromanía se lavarán las manos como Poncio Pilato y, si me apuran, verán sus casos archivados por trastornos mentales o similar mientras se jactan del espectáculo servido a todo el mundo en este infame verano peninsular. La villanización del sistema y nuestra sociedad, como es sabido, aparece como primer o segundo plato del menú del día.

Aquel proyecto «democrático» del 78 no parece atravesar su mejor momento. Entre hunos y hotros, recordando a Unamuno, la casa sin barrer, con el agua al cuello por un lado, la oscuridad y opacidad de decisiones energéticas por otro y el devastador fuego en tierras cubiertas de desolación, cenizas y pavesas cuya presencia tristemente sirve para certificar una defunción, la de España, además de volvernos a mostrar una alarmante falta de responsabilidad y recursos, carencias en la gestión de catástrofes, incompetencia en crisis medioambientales y, con la infamia elevada a la máxima potencia, la versión más vil y cainita de una clase política empeñada en sembrar la discordia del cada vez menos paciente pueblo español.

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