Hay columnistas que deberían dedicarse a lo que mejor saben hacer. Por ejemplo, escribir sobre cómo tira las cañas Manolo en el bar de la esquina, elogiar las broncíneas piernas de ese jugador de fútbol con querencia al gol, o bien, apasionarse con la última faena que Cazallita —un suponer— regaló al respetable el sábado pasado en El Puerto.

Salvando las distancias, entiendo que lo anterior entronca con el antiguo periodismo de formación poco reglada. Me refiero al ejercido por esos profesionales que no necesitaban camuflar sus complejos con orlas o títulos universitarios. Hablo de tipos que impostaban lo justo y tenían por oficio ser gente de mundo. Aquellos capaces de tratar con la misma naturalidad a Manolete, a Mussolini y a la Tacones. Son los que conocían bien el régimen político en el que vivían, las iglesias del Madrid más castizo, sus tascas más antiguas y escribían con la aparente facilidad de los dioses. Entre ellos se trataban de «maestro», claro. Una pena que hoy en ese mundillo tal reconocimiento esté más desprestigiado que una Legión de Honor impuesta por Macron. Aunque, como a vizcondesas de la calle Goya, todavía haya a quien sigue excitando recibir semejantes cartas de nobleza. No sabría señalar el momento exacto, pero la ruptura generacional se consumó hace décadas. Y no sólo en lo estético.

Bien está escribir en prosa florida o en la que se quiera. Contrariamente a algunos arrastrados —no crean que no mido mis palabras—, nunca criticaré el estilo que el columnista elija para abrirnos los ojos a su particular visión del mundo. Lo que tiene peor solución es la ingenuidad, la amalgama o el lugar común que nace de la ignorancia disfrazada de desacuerdo. Si saber escribir es requisito indispensable, también lo es leer con atención y aspirar a un mínimo de rigor, incluso cuando se practica un estilo articulístico zumbón.

Todo esto va por la moralina de los que dicen no ir de moralistas; por los templados que queman y por aquellos que dan la turra con el consenso cuando, en el fondo, lo que quieren vendernos es una especie de cómodo masoquismo con su buena dosis de relativismo. Son los que ponen una vela a Ayuso y otra a Óscar Puente, dos diablillos unidos por un mismo régimen. Posiblemente haya algo más coñazo que un «antiwoke»: el que decide bajarse los pantalones frente a la progrez rampante y empaquetárnoslo como un gesto de grandeza y superioridad moral. Ahora, lo poco que tengo claro es que no hay nadie más perdido que aquél que no conoce lo que critica, quizá por falta de formación, aunque en muchas ocasiones sea por someter a los espejos del Callejón del Gato las ideas que supone a su adversario. Esto último es algo propio de nuestros días. Las redes sociales tienen un efecto cosificador que alimenta ciertas obsesiones, yerros y delirios. Con frecuencia, sólo vemos retratos robot ideológicos listos para caricaturizar. El problema surge cuando la caricatura no llega a tal y se convierte en garabato escrito.

Quizá sólo así pueda explicarse que algunos confundan el anticapitalismo con la crítica a una acumulación exagerada de poder por parte de instituciones y personas ajenas al Estado; el ecologismo de agenda con la defensa de la naturaleza; el desprecio por los lobbies de entrepierna con una especie de odio africano (imaginario) que se tendría hacia el homosexual; sin olvidar el anatema mágico de nuestros días: la imputación interesada de putinismo desaforado por no comprar toda la «información» occidental que nos llega sobre la guerra de Ucrania.

Es cierto que aquellos que padecen del síndrome de la infalibilidad democrática en su tipología setentaiochista no necesitan trabajarse gran cosa lo que escriben por ahí. Son las ventajas de profesar la «fe verdadera». La consecuencia es que a uno le acaba invadiendo la pereza intelectual y adquiere gran maestría, no sólo en aplicar la ley del embudo, sino también en idiocias —las de los demás, claro, nunca las propias— y en la creación de análisis políticos descacharrantes. El último de esa factoría es de hace apenas tres meses: los resultados de las elecciones andaluzas pasadas por el tamiz del conflicto ucraniano indicaban la debilidad de los partidos políticos soberanistas europeos. Luego ganó Meloni y las risas se oyeron hasta en las Islas Marshall. Ahora esos bravos analistas andan leyendo los posos del café de la máquina de vending y haciendo predicciones sobre lo que durará la italiana en el machito. No caen en la cuenta de que poco importa.

Aquel cansancio popular que se manifestó hace ocho o nueve años en acontecimientos como el Brexit, la victoria de Donald Trump o la subida del Frente Nacional en intención de voto no es una moda, sino una tendencia que ha venido para quedarse. Cortarán el grifo del dinero a los países que tomen este camino o vilipendiarán a quienes la representen y, por descontado, se hará lo posible por ahogarla. Sin embargo, es la muestra de una inquietud legítima que mueve a millones de personas en Occidente; la prueba de una crisis de sistema o de que el sistema actual es la crisis. Mientras tanto, algunos se dedican a mordisquearse el colín aquí o allí, en sus emisoras o diarios, y a llamar al resto cafres y otras boomeradas del estilo. Y encantados de conocerse, oigan.