Jano García apuntaba en uno de sus últimos podcasts que estamos inmersos en una remodelación moral para así consumar la revolución, como desde la cárcel teorizase Antonio Gramsci en su día. El italiano señalaba que el factor determinante para el triunfo político no era tanto la precisión de las ideas y su capacidad para responder a los retos del momento, sino que dependía más bien de aquello que refrenda los vínculos: la moral. Así, para lograr que un pueblo siguiese la revolución habría que subvertir la moral dominante mediante la infiltración en todos y cada uno de los estamentos e instituciones de la sociedad. Solo así sería posible la conquista del Estado.
La doctrina de Gramsci se encontraba con un enemigo al que debía borrar: la moral previa. Es decir, para imponer una nueva moral había que matar la existente. Mientras hubiese instituciones naturales cuyo fundamento y fuerza radicasen en esta moral previa y reaccionaria, no podrían triunfar los nuevos planteamientos del socialista italiano. A fin de cuentas, se trataba de alcanzar ese «hombre nuevo» que tanto añoraba el liberal e ilustrado Rousseau, encontrando aquí un parentesco filosófico que explica cómo hemos llegado al punto de aceptar que un hombre se hace, que una mujer es algo indefinible y que entre los sexos se puede libremente transitar.
Si Max Weber defendía que la moral se quedase en las iglesias y la economía en las calles, lo que el liberalismo decimonónico —y sus vástagos— en última instancia defendería sería que la moral se quedase encerrada en lo privado y que cada uno hiciese lo conveniente sujetándose a la ley. Sentando el precedente del relativismo, los liberales no eran conscientes de que bajo su amparo un parásito iría nutriéndose a costa de su vacua defensa de la libertad para engendrar un nuevo totalitarismo. Hay quienes lo llaman marxismo cultural, otros lo denominan movimiento woke y hay quienes apuntan a la cultura de la cancelación. Sea cual sea el nombre, queda patente que una sociedad que renuncia a su moral civilizatoria queda a merced de los tiranos de la época, aunque estos se revistan de una genuina, fatua y falsa democracia.
Así, la sociedad se ve secuestrada por una propaganda cacareada cuyo fin es crear un hombre nuevo radicalmente opuesto a la civilización católica, un hombre cuyos ejes definitorios sean la servidumbre, la analfabetización y, por supuesto, la pobreza material y espiritual. A fin de cuentas, el objetivo no es otro que tirar abajo todo lo que Occidente construyó amparado por la fe católica.
No tiene sentido poner el grito en el cielo por las últimas consecuencias del relativismo, ese mismo que tan cómodo era para derechas e izquierdas. Cuando la moral se secuestra y reduce a lo estrictamente privado empieza la revolución social que Gramsci ideaba desde la prisión y que Rousseau formulaba suspirante. Ese es el principal problema, no querer entender que las batallas que no se dan se pierden, y encerrar a la moral civilizatoria es hacer que ésta pierda frente a otra.
Por el momento, no se está plantando cara en el campo moral con la suficiente fuerza y entereza para frenar este nuevo totalitarismo. Es más, se dan casos en los que los ataques vienen de lugares insospechados. Por ello, si no se está dispuesto a dar la cara por la raíz de Occidente, carece de sentido plañir por hacer ley absurdeces como que el sexo no existe o que los animales merecen más protección que los no nacidos.