De Donald Trump hay muchas cosas que no nos gustan. El tipo parece iracundo e impulsivo y desde tiempos de Nicómaco la frónesis es acaso la mayor de las virtudes. Es la sabiduría práctica de los antiguos y la prudencia de los modernos, que desde hace décadas se ha ido perdiendo y en Estados Unidos encuentra hoy el paroxismo de su olvido.

Trump y ese conglomerado que es su familia han titubeado sobre el aborto durante la campaña electoral. Melania, que ya es FLOTUS, deslizó algunas opiniones personales sobre la protección de la vida en el seno materno. Es el primero de los feminismos pero la first lady no se mostró muy convencida. Y pienso ahora que ni siquiera esto debería ser motivo para sentenciar a Trump. Yo dudo de grandes verdades de nuestra fe cada día y encuentro siempre un juez misericordioso.

Su exageración, que es genuinamente americana, tampoco nos resulta del todo atractiva. Es ese bailar de lado a lado con los brazos tensos, el repetido «we will win so much and we will be tired of wining», su tendencia a rodearse de miss universo —ese tipo de campaña electoral se inventó en Marbella—, un afán por sobresalir por encima de todos. Y tampoco esto me parece suficiente para preferir a Kamala.

Algo menos convincente aún se esconde en sus amistades. De Harris no nos gusta que baile al son de los Soros y tampoco me parece especialmente ilusionante que Elon Musk ponga la música en la fiesta republicana. También diré: que una magnate sin talentos (Harris) dependa de un magnate sin escrúpulos (George) no me parece mucho mejor a que un magnate sin escrúpulos (Trump) dependa de otro magnate sin escrúpulos (Musk). Pero tampoco una amistad es argumento definitivo para escoger a los demócratas.

No siendo, y aquí queríamos llegar, adalid de nada de lo que verdaderamente nos importa, sí debemos decir que Trump es mucho mejor que Kamala. El miércoles 6 de noviembre por la mañana abrí la prensa, antes de amanecer, en el Seminario Mayor de Valencia, convencido de que la demócrata habría ganado por goleada. Mi sorpresa fue grande y por eso brindé con un café con leche por Trump.

La cólera del presidente puede ser apacible y sus titubeos resueltos. Su empeño por brillar no es mayor que el que atesoramos todos en algún lugar, no siempre recóndito, de nuestro corazón. Sus defectos, incluso, hacen de Trump el mejor candidato, porque llevarlos fuera, a la vista, es síntoma de coherencia, de lo que los cristianos llamamos «unidad de vida». Cuando uno no puede ocultar lo malo, todo lo queda por ver es lo bueno. La victoria de Trump merece por tanto uno de nuestros brindis.