De la blasfema ceremonia de apertura de los Juegos Olímpicos se ha escrito mucho. Poco tengo que aportar al análisis de tantos buenos católicos que como yo se sintieron ofendidos por la ridícula actuación de cuatro maromos. El país de la fraternité decidió inaugurar el espectáculo deportivo más visto del mundo con una retahíla de parodias, todas ellas con un mismo destinatario: los católicos.
Muchos han alzado la voz y así debe ser. Macron sacó pecho aquella misma noche por la imagen de modernidad ofrecida al mundo: «Esto es Francia», escribió, y vaya si lo es. Tampoco íbamos a esperar un bello panegírico del país cuyo invento más celebrado ha sido la guillotina. Decenas de obispos españoles se han pronunciado al respecto y la Conferencia Episcopal Española se hizo eco de la condena de su hermana francesa: «Esta mañana pensamos en todos los cristianos de todos los continentes que se han sentido heridos por la indignación y la provocación de determinadas escenas. Queremos que comprendan que la celebración olímpica se extiende mucho más allá de los prejuicios ideológicos de unos pocos artistas». Bien.
A las grandes expresiones de condena, que han llegado hasta Irán, se han sumado los grandes silencios y eso es siempre aleccionador. Han criticado mucho al Papa Francisco por guardar silencio y es que algunos piensan que si no se pronuncia en el balcón de San Pedro el Papa no dice nada. Y vaya si dice. Su silencio orante logró la liberación del obispo Ronaldo Álvarez, perseguido por la dictadura nicaragüense, y probablemente haya desagraviado más el Papa frente al sagrario que muchos de los que estos días se golpeaban el pecho. Ser pontífice consiste en construir puentes, pero no con los franceses, sino con lo Alto. Bien también.
Me asusta, precisamente por esto, que muchos esperen el fin de los tiempos o la destrucción de la Iglesia. Que ataquen al catolicismo nos debería llevar a brindar. El gozo del Tabor tiene sus ecos en Eremos, el monte de las Bienaventuranzas. Allí se nos explicó que felices nosotros al ser perseguidos, y un buen amigo escribía estos días una reflexión pertinente: el cristianismo vive con fuerza en todo el mundo. Sólo se puede atacar a una fe que goza de buena salud. Por eso cada blasfemia debería ser inmediatamente reparada y cada reparación debería estar bañada en una media sonrisa. Bienaventurados nosotros. ¡Bien!
Esto, sin embargo, no debe llevarnos a transigir. El día que Francisco gritó «¡Todos, todos, todos!» muchos aplaudimos emocionados, esperando la segunda parte de la adversativa: «Pero no todo, todo, todo». Nunca llegó, y aquí me remito al tercer párrafo. El Papa es buen jugador de silencios. La cosa es que reparar con alegría la blasfema celebración olímpica no debe ser excusa para mirar para otro lado. Aquí San Agustín nos dejó una receta que hoy hago nuestra: «Cuando el mal ha gangrenado a la multitud, no queda más remedio que dolerse y gemir. Corregir con amor cuando se pueda. Y cuando no se pueda corregir, sufrir con paciencia hasta que la corrección venga de lo alto». Y vaya si vendrá.