Recuerdo aquella noche en que caminábamos juntos y la detuve para pedírselo. Sí, como leen, ni lo robé, ni lo tomé a préstamo, ni nada a la manera pilla. Más señor que truhan, lo pedí, lo acordamos, fue casi un «trato hecho». Me excusé en que, instantes después, iríamos a mi casa, habría cierta tensión y no sabría cómo seguir; en que yo era un poco torpe para estas cosas y en que estaba tremendamente nervioso. Ella lo aceptó con un «Conforme, Woody». Me había calado y, aun así, o quizá por eso, me lo dio.

Cuando te dan un beso de esos todo cambia, es como si la vida empezase a estar en Technicolor, coloreada, algo parecido a lo que le ocurre a Colin Firth, en Un hombre soltero, cuando encuentra resquicios de vida auténtica. Todo lo que pasa después suena un poco a tu canción favorita y te provoca esa sensación que se tiene el de Día de Reyes y en su víspera. Ustedes podrán decirme que besos hay muchos, que el más especial es el primero, que lo importante es la persona, que el último no se olvida… Puede que tengan razón. Aunque en mi caso, y muy probablemente en el suyo, los que nunca voy a olvidar son aquellos que he visto en la pantalla, aquellos que se han dado otros, que han ocurrido hace muchos años y que, como siempre digo, han tenido que ser dados, recogidos en la cámara, sobrevivir a la censura, a cortes de montaje, a los años, y llegarnos a nosotros con aquella misma fuerza e intensidad.

Y es que no nos damos cuenta de todos los besos que se han dado en el cine. Siempre me he preguntado si sabríamos besarnos si no tuviésemos todas esas películas. Todas esas películas que nos han enseñado a besarnos, del mismo modo que nos han enseñado a coger un cigarrillo, a pedir un taxi en Nueva York o a disfrutar de la vida. Y es que cuando esos besos ocurren, quiero decir cuando esos actores se besan, sucede la magia del cine, la trampa. En ese momento eres tú quien está ahí, frente con frente, nariz con nariz, labio con labio. Ella se pondrá de puntillas, cerrará los ojos y todo saldrá bien. Quizá haya alguna lágrima, «ya te dije que la belleza me hacía llorar». Habría que brindar por los besos eternos, por lo poquito que duran. Historia de un beso que diría Garci. Besos robados titulaba Truffaut. Besos rodados. «Llevo esperando todo el día a que mencione el beso que le di anoche», le suelta ella. Volveré a hablar de ellos.

Pero lo que de verdad quería decirles es que, aunque no hubo cámara que registrase aquella noche, aunque no existía un guion que seguir y su vestido no era de Givenchy, aunque aquellas calles no eran París ni ocurrió el último día de un viaje trasatlántico, aunque no nos dirigía Leo McCarey ni Stanley Donen, a pesar de todos los aunques, créanme que, en ese momento, ustedes habrían hecho cualquier cosa por estar en mi lugar. Palabra.

Por cierto, si quieren ver dos de esos besos rodados pueden hacerlo en Tú y yo, la de 1957. Ya saben, aquella en la que al comienzo Deborah Kerr y Cary Grant llevan vidas de ganadores que no dejan de perder, aquella que termina con tus ojos llenos de lágrimas y ellos siendo perdedores que comienzan a ganar. El primero de esos besos ocurre en unas escaleras: están bajando, él dos escalones por debajo, se detienen, ella lo atrae hacía arriba sutilmente, entonces sube. No vemos nada, nos quedamos con un plano sus cuerpos, ella cogida del pasamanos. Al buen entendedor no hay que mostrarle todo. El segundo es casi mejor, al menos más fugaz. Final del viaje, desembarco, es el momento de reencontrarse con sus prometidos. Ella, abajo de la pasarela, abraza a su novio. Él pasa por detrás, lentamente, mirándola, no puede resistir poner un beso sobre su mano. Ella lo lleva a sus labios. Ahí lo tienen. De sus labios a su mano, de su mano a sus guantes y de sus guantes a sus labios. Qué camino más largo tienen que recorrer algunas veces esos besos imposibles, esos que no se pueden dar.

En fin, que añado esta nota final, justificativa de mis honorarios, porque me he ensimismado con la anatomía del beso y he vuelto a hablar poco de cine, creo.

Iñako Rozas
Abogado. Dirijo «La Trinchera». Subrayo con regla, tomo el café en taza blanca y lo de enamorarse me pone nervioso. Hablo de cine y vida, valga la redundancia. Muy de Cary Grant.