Es llamativo el número de series que las plataformas de entretenimiento proponen sobre diseñadores de moda. Junto con los cocineros, gremio todavía por descubrir, los modistos son las nuevas estrellas del rock. Su carácter obsesivo, torturado, creativo, su estajanovismo y su condición sexual hacen de ellos un producto fascinante para el público. La cosa empezó en Netflix con un Halston al que interpretó Ewan MacGregor; siguió por Cristóbal Balenciaga en Disney+, donde debe reconocerse a Alberto San Juan una dignísima personificación del creador vasco y, pocos días más tarde, continuó con Dior en Apple TV. No parece ser suficiente. Disney volverá a la carga, pero esta vez será Karl Lagerfeld el elegido y Daniel Brühl el actor encargado de darle vida en pantalla.
Es seguro que la serie estará inspirada o, más bien, directamente extraída del libro Beautiful People de Alicia Drake. A través de unas páginas que el propio Lagerfeld nunca autorizó, la norteamericana cuenta la protohistoria de la moda actual, monstruo corporativo, vector de valores elitistas (antirracismo oficial, Lgbtismo+, feminismo, «Kultura»…) y financiador de medios gracias a la contratación de anuncios a toda página. A estos efectos, se puede recordar el enfado de LVMH con el diario Le Monde en 2017 por haber relacionado al grupo y a su presidente, Bernard Arnault, con el escándalo de los Paradise Papers. Como represalia, el conglomerado de marcas de lujo castigó sin publicidad al periódico durante tres meses. Según Miguel Ángel Rodríguez (MAR): «No es necesario comprar un medio, basta con ser su mejor cliente». En el caso de ciertos magnates relacionados con el trapo, esto es sólo una parte del negocio. A través de sus compañías controlan revistas y diarios que forman parte de su cartera de prensa. Tenemos distintos ejemplos: Le Parisien, Les Echos, Challenges, Le Point o Point de Vue. Para según qué candidatos a la presidencia de la República, es mejor llevarse bien con los capos de la única parcela, junto con la de la cocina y la repostería, por la que se permite vender a Francia en el extranjero. Son las sobras, escasas, de una fuerza civilizadora que se oculta y cuyo origen es anterior a 1789.
Está por escribir el ensayo que explore el cambio sufrido por la industria de la moda, ayer sólo interesada en vestir a aquéllos que podían y debían permitírselo, conectada puntualmente, a través de sus creadores, con el arte y la cultura; hoy vehículo de lujo del prêt-à-penser y de la transgresión perfectamente controlada al servicio del poder.
Balenciaga fue el nexo entre el mundo que desapareció en 1968 y lo que vendría después, personificado por diseñadores como Lagerfeld y Saint Laurent. La revolución no consistió sólo en la pérdida de peso de la moda artesanal en favor de la industrial. Hubo también una revolución de las costumbres, algo que la época exigía y que el libro de Drake pone de manifiesto a través de una confrontación, más simbólica que real, entre los dos diseñadores. Es difícil entender a uno sin el otro: el genio torturado y el corredor de fondo; las dos caras de la misma moneda intentando brillar en la orilla izquierda de un París mítico y mitificado a través de sus cortes de adulones.
Dos personajes destacan sobre todos los demás: Jacques de Bascher y Pierre Bergé. El primero, inclasificable «muso» de Lagerfeld, de aspecto proustiano y vida licenciosa, moriría de SIDA a finales de los años ochenta —como Michel Foucault—. El segundo, pareja oficial de Saint Laurent y mucho más siniestro, merecería un artículo aparte. Sus conexiones con el mundo de la cultura, la política (sobre todo con el Partido Socialista Francés) y su atroz liberal-libertarismo dotarán a la moda de un nuevo poder simbólico.
Si alguien tuviera el valor de ver la serie, espero que estas líneas hayan aportado un poco de contexto.