Bazares de recuerdos

Si dejamos que nos quiten lo que es nuestro, ¿qué nos queda?

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Entre otras muchas cosas, el verano es un mercadeo de nostalgias. Nostalgia por los veranos de juventud, por los pueblos de la infancia, por los fantasmas que vemos a plena luz del día entre el cantar de las chicharras y por esos amigos que vemos de año en año que van de generación en generación.

Veraneos los hay muy variopintos, aunque igualmente todos acaben por hacerse cortos. Hay quien opta por cambiar cada año de destino, otros por no parar de moverse y los hay más sedentarios. Siendo de igual manera legítimos, no hay nada como tener siempre un punto de partida: un pueblo recóndito en el que encontrarse, una cala para otros inhóspita, cualquier lugar que forme parte de nosotros y nosotros de él. Todo vale para vernos en las huellas.

Es cierto que cada vez lo auténtico tiene más pinta de cartón piedra y que el turismo en masa —ojo, en dos direcciones— no deja crecer la hierba allá por donde pisa, pero no por ello debemos dejar de reivindicar lo nuestro. Según Proust, la nostalgia es una especie de memoria involuntaria que transforma lo cotidiano en una puerta hacia el pasado. Si no queremos que sea solo el escudo de los indignados ante el cambio, hemos de vivirla como un ejercicio de contemplación antes de la acción Está bien tomar el fresco en la calle, pero barramos antes el portal.

Si dejamos que nos quiten lo que es nuestro, ¿qué nos queda? Es fácil caer en el argumento de que las nuevas generaciones andan atolondradas, que no saben lo que quieren y que olvidan del lugar del que vienen. Aun siendo cierto muchas veces, creo que no siempre es olvido, simplemente ignorancia. ¿Qué se ha hecho por evitarlo? Inculcamos fiestas ajenas para dejar de lado las propias, cerramos casas de comida para abrir franquicias y olvidamos nuestras canciones para dar paso a bachatas verbeneras del otro lado del charco.

La tierra es del que se siente reflejado en las sombras de los árboles que otros plantaron. Somos parte de las personas que nos dejaron, de los lugares que nos vieron crecer. Abandonarlos, dejarlos marchitarse no debería entrar en nuestros planes. Nuestras tradiciones no deberían ser un disfraz, una reliquia en una vitrina que toca mirar de lejos. Son el hilo vivo que nos une.

Si no queremos caer en un bazar de recuerdos, en el mercadeo de nostalgias, debemos hacer el esfuerzo por crear unos nuevos; allanar el camino de los que vienen detrás para que puedan ver qué hicieron los de delante, pues la tradición no es la contemplación de la ceniza sino la continuación del fuego.

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