Hasta ahora, Enrique Anrubia (Valencia, 1975) era el autor de varios libros de ensayo relacionados con la especialidad en la que ejerce como profesor: antropología filosófica. En ellos, se ha acercado a una interpretación de fenómenos humanos tales como el dolor o la soledad en el contexto de la cultura contemporánea. Ahora vuelve a publicar un libro que supone una novedad en su trayectoria, dado que por primera vez se adentra en el terreno de la literatura. Lo hace con este sugerente Todas las palabras del mundo (Bookman), un volumen que reúne poesía, narración y pensamiento a partes desiguales, pues se trata de una obra que se fue gestando a medida que los textos surgían de la pluma de su autor.
En las páginas que sirven de introducción al libro, Enrique Anrubia nos pone sobre la pista acerca de la intención que le ha movido a escribir: «Lo bueno de lo bello es que también puede ser verdadero. Y yo no sé si estos textos son suficientemente bellos, pero creo que son verdaderos. Y porque creo que cuando los escribí eran verdaderos, lo intenté hacer de la forma más cuidada de la que he sido capaz, sin esperar aplauso, ni beso ninguno de nadie y en ningún momento. Tampoco ahora, en el momento de su publicación». No encontramos aquí, pues, una pretensión distinta a la de ofrecer un libro que sirva de compañía y disfrute al lector, la misma compañía y disfrute que ha debido de experimentar su autor mientras lo componía. Esta declaración de intenciones, deudora de una modestia de la que no hay por qué sospechar, nos proporciona un buen motivo para encarar la lectura de Todas las palabras del mundo desde el ángulo más ventajoso posible.
Escribir la reseña de un libro en el que se dan cita géneros diversos implica un problema: hay que encontrar algún elemento a partir del cual deducir un sentido que unifique la obra. Por mi parte, creo haberlo hallado en algo que me parece evidente, y es que es una sola mirada la que atraviesa sus páginas. Es una mirada que sabe contemplar el mundo como si lo viera por primera vez, imbuido de un sentimiento que es mezcla de gratitud y candor, de deslumbramiento y fe, de ironía y nostalgia. Es la mirada de alguien que se desplaza sobre la superficie de los días maravillado de que todo sea como es, igual que un niño atento a todos esos pormenores que a los adultos nos pasan desapercibidos; pero, al mismo tiempo, es la mirada de un adulto capaz de contemplar el envés de una realidad plagada de aristas y rugosidades, herida por la conciencia del paso del tiempo y el dolor por las pérdidas irreparables.
Es esta tensión íntima, sabiamente mantenida a lo largo del libro, lo que evita que éste derive hacia un tono limítrofe con lo naif. Hay ingenuidad, pero en el sentido más noble del término, es decir, un modo de contemplar que se esmera en la valoración de lo bello y lo bueno y, en consecuencia, defiende que el saldo de la vida es nítidamente positivo. Y también hay lugar para el escepticismo —siempre desprovisto de amargura— hacia las poses grandilocuentes, las palabras hinchadas, los ademanes vacíos.
A lo largo de Todas las palabras del mundo, Enrique Anrubia demuestra que es capaz de congelar en una imagen la esencia de un sentimiento, el fervor de un amor, el milagro de la amistad, el agridulce aroma de la añoranza. Las palabras sencillas, coloquiales, contienen un mensaje hondo: «Y todas las noches de aquella semana, en el porche y a la fresca, en una mesita, mi amigo encendía su pipa y yo mis cigarros, y hablábamos hasta las doce y el mundo tenía sentido». Los reproches, en las contadas ocasiones en que aparecen, suelen ser hacia uno mismo: «¿En qué momento dejé de maravillarme de que los limoneros florezcan, que las flores diminutas e insignificantes de mis vecinos inundasen de perfumes mis paseos a su lado? ¿Cuándo dije “basta”? No recuerdo que lo dijera».
El libro se lee como una invitación a ser conscientes del don y la maravilla que es la vida y, al mismo tiempo, como una exhortación a no dejar que nuestro paso por la tierra se nos escape sin haber apurado su sustancia. La mirada de Anrubia es celebratoria, poética, imaginativa, casi nunca ensimismada, siempre abierta a un horizonte de encuentro con el otro y con lo Otro. La introspección se transforma en anhelo de pureza y ofrenda de gratitud. El misterio y la plenitud del mundo —parece sugerirnos el autor— no reside en los grandes abismos del pensamiento, sino en el asombro y la simplicidad que se agazapan, a diario, bajo la piel misma de las cosas.