He visto, circulando por las redes, las fotografías de la reforma de una capilla. Las fotos muestran el antes y el después, y el contraste es terrorífico. Res ipsa loquitur, que diría un romano. La cosa habla por sí misma. No hacen falta mayores explicaciones. En general, no estoy de acuerdo con lo de que «una imagen vale más que mil palabras», pero algunas veces (pocas) hay imágenes que nos ahorran largas explicaciones. Es, desde luego, el caso.
De este caso concreto no puedo dar datos seguros. En las redes se da el nombre de la capilla en cuestión, pero, como no he podido confirmarlo —y como, por otro lado, no quiero molestar a nadie—, me lo callo. Con todo, poco importa dónde sea: todos tenemos la experiencia de encontrarnos con engendros arquitectónicos por doquier, y, además, lo que quiero destacar es esa manía de rediseñar espacios sagrados para que se acaben pareciendo a garajes, salas de exposición o almacenes industriales.
En este caso anónimo, la cosa se las trae. Un artesonado de madera se ha sustituido por unos dizque lucernarios. Las entradas de luz son ahora ojos de buey que hacen de la capilla un acuario inmenso. Donde antes había claridad, uno espera que de un momento a otro asome por allí un tiburón. Bancos, poquitos, apenas cuatro. El color blanco del espacio no tiene nada que ver con la pureza, sino con Pull & Bear. Donde había un crucifijo grande ahora hay una imagen más pequeña. Antes se veía el sagrario. Ahora hay que adivinarlo. Que abandonen toda esperanza los miopes.
Se me dirá que no tengo ni idea de arquitectura y que soy un rancio. Lo primero es rigurosamente cierto. Lo segundo, que podría discutirlo, no me parece lo esencial. Si se está reformando una capilla, ¿no tendrá sentido hacerlo de forma que lo que en ella se haga (dar culto a Dios, rezar) se haga de la mejor manera posible? Del mismo modo que hay música que invita a rezar —como también la hay que llama a invadir Polonia, ciertamente—, hay luces y sombras que llaman a encontrarse con el misterio, a bucear en el interior de uno hasta escuchar allí la voz de Dios —o al menos un eco—.
En cuanto se publicaron las fotos de la capilla en cuestión, las redes ardieron de ingenio. Alguien la comparó gráficamente con la Sainte-Chapelle de París, ese templo de vidrieras indescriptibles. Me gustó tanto el contraste que decidí consultar el asunto con mi asesor en materia espiritual, que es mi hijo pequeño, perito en colores. Al niño de ocho años le hice, en presencia de testigos (uno de ellos arquitecto, a la sazón), esta pregunta: «¿En qué sitio prefieres rezar un padrenuestro? ¿Aquí o aquí?». Y le mostré primero la Sainte-Chapelle y luego el engendro innominado. No dudó y señaló la primera de las fotografías. Su mirada tenía un mensaje nítido: como el Emperador, una parte del arte va en pelota picada.