Pronto se popularizó, entre los primeros fieros legionarios, un grito de auxilio cuando en el frente. Dicen que fue el teniente coronel Valenzuela, brillante combatiente en la guerra del Rif, el primero en exclamar «¡A mí la Legión!». Me lo creo. El tipo, genuinamente zaragozano, asaltó Peña Tahuarda en junio de 1923 y a él le siguieron todos los legionarios de su plana mayor. «A mí la Legión» fue, pues, una de sus últimas expresiones de gallardía, del que se sabía bien acompañado, del que en ese mismo asalto dejaba su vida al estruendo de siete balazos.
Estos días es otra Legión la que parece en apuros, diana injusta de las balas de muchos medios de comunicación. Habéis leído todos —¡habréis visto hasta su fotografía!— sobre la detención de un sacerdote segoviano de los Legionarios de Cristo. Este capellán de un colegio madrileño está acusado de cinco delitos de agresión sexual a menores de dieciséis años, y todavía no he leído al respecto, ay, una reflexión sosegada.
Pensemos, en primer lugar, que el padre M. es inocente. De todas las tristes acusaciones que se le pueden hacer a un sacerdote, la de abuso sexual es quizás la más dolorosa. La sombra de sospecha en la Iglesia ha sido alargada durante años y ahora que, por fin, todas las instituciones se han decidido a arrojar una luz sincera sobre estos casos, una acusación de este estilo provoca un daño irreparable. Ya da igual que el padre M. sea inocente, porque todos hemos conocido su nombre y apellidos, su rostro, sus años de estudio en Roma, sus ocupaciones anteriores. Si la justicia demuestra su inocencia —o si es incapaz de demostrar su culpabilidad—, este sacerdote ya habrá muerto civilmente, sepultado bajo las mentiras amplificadas por la prensa.
Qué dolor, supongo ahora, para sus hermanos sacerdotes, para tantos Legionarios de Cristo, que vieron aquel jueves por la noche la detención de un hermano inocente. Qué terrible encender las noticias y escuchar, como el alboroto de un cadalso, acusaciones contra el alzacuellos que visten y la vocación que viven; contra aquello que son. Pienso en el joven seminarista que hasta hace unos días titubeaba con la posibilidad de incorporarse a las filas de esta Legión. ¿De verdad tiene sentido subirse a la más dolorosa cruz de entre las cruces?
Supongamos ahora, sin embargo, que este sacerdote es culpable, y que aquellos años junto al terrorífico fundador de la Legión de Cristo no fueron en balde. Supongamos en voz alta, con sinceridad, que el hombre que acompañó en los últimos años de su vida a Marcial Maciel sufrió de cerca la vorágine desgarradora de saber que su gran ídolo era un criminal. Supongamos que aquel joven sacerdote español quedó herido y desolado; supongamos que desde entonces ha vivido desordenadamente su sexualidad; supongamos, por penoso que nos parezca, que en efecto es culpable de cinco delitos de agresión sexual a niñas de un colegio madrileño.
Pienso de nuevo en sus hermanos sacerdotes. Aquel jueves por la noche, lluvioso en este Madrid encapotado, estarían cenando en comunidad y verían con pasmo la detención de un hermano culpable. ¡Qué dolor! Compartir mesa con un presunto agresor sexual debe ser terrible, pero no me quiero imaginar la sensación de compartir mesa con un agresor sexual. Y más que mesa: sotana, alzacuellos, forma de vida, vocación sacerdotal, hermandad, fe, etc. ¿Cómo ha podido ser? ¿Cómo uno de nosotros? ¿No estuvimos a la altura? La detención del jueves y el ramillete posterior de acusaciones me llevan a pensar en ese joven legionario, que apenas lleva tres o cuatro años de sacerdocio. O en el joven seminarista que hasta hace unos días titubeaba con la posibilidad de incorporarse a las filas de esta Legión y que ahora ve con claridad el acierto de la huida.
Por eso cada vez que pienso en el padre M. me vienen a la mente las cinco niñas denunciantes y no puedo dejar de pensar en el dolor —si están equivocadas—, o en el terrible dolor —si están en lo cierto—. Y tampoco puedo dejar de rezar por todos los Legionarios de Cristo, que cada día se levantan con la misma inquietud que yo, con el corazón acelerado por una duda que les corroe. En aquel joven sacerdote que podría haber sido diocesano, o carmelita o qué sé yo, y quedó sin embargo seducido por la preciosa espiritualidad de este movimiento. En el más reciente seminarista que todavía no sabe si tanta pena merecerá la pena. En el superior entregado a la Verdad que, tras años de esclarecimientos, vuelve a verse embarrado en acusaciones que le son absolutamente ajenas.
Una confesión personal: estos últimos años he tenido la suerte de vivir cerca de muchos Legionarios de Cristo, de charlar con ellos, de comer a menudo con ellos, de confesarme con ellos, de dirigirme espiritualmente con ellos. En el padre Rafa he visto un verdadero enamoramiento por el Señor, manifestado siempre en una sonrisa y una referencia cinematográfica; soy hoy el que soy gracias a su sabio consejo y a su paciente sabiduría. En el padre Jaime he encontrado siempre el libro adecuado a mis extravagantes inquietudes. Del padre Gabriel nunca he escuchado un no por respuesta, y me ha confesado tanto en una cancha de baloncesto como en un albergue del Camino de Santiago. En el padre Jacobo he visto siempre una ilusión por llevarnos a los jóvenes al cielo (algún día contaré que quería ser piloto pero un problema en la vista se lo impidió; lo más parecido a volar, me dice a menudo, es el sacerdocio).
Así podría seguir con el padre Xavi, con el padre Rafael, con el padre Nicolás, con el padre Gustavo y con tantos otros legionarios buenos y entregados, que cada día hacen de su vida una heroicidad. Cuando en la mía me ha tocado asaltar alguna Peña Tahuarda, cuando se ha presentado un enemigo implacable tras el barranco, cuando ha sido la hora de guerrear en algún Rif particular, siempre he encontrado en las palabras del bravo Valenzuela un asidero del que agarrarme férreamente y en estos sacerdotes entregados una respuesta de generosidad. Ahora que los balazos nos persiguen y nuestro ejército parece en horas bajas, es de nuevo hora de gritar «¡A mí la Legión!». Siempre me ha funcionado.