Dicen de mayo que es el mes de las bodas, los bautizos y las comuniones. Pero olvidan, caray, que en las universidades mayo es también mes de orlas, plomizos y lamentaciones. En las facultades de nuestro país, mayo es el mes por excelencia en el que los estudiantes hemos de cumplir con nuestro deber y marchamos —¡por fin!— a enfrentar temerosos el noble destino que durante el cuatrimestre fingimos ignorar, quizás albergando así la tímida esperanza de una huida en toda forma imposible. Mayo es, como muchos sabrán, el mes de los exámenes finales para los que tenemos el inmenso privilegio de estudiar.

Si alguno de ustedes se decide a hacer una visita por cualquiera de las bibliotecas universitarias —aparte de deseárselas para encontrar sitio— podrá comprobar de primera mano el ímpetu incontrolable que invade nuestros rostros estudiantiles cuando un ponderoso manual de grosor indescriptible decide posarse suavemente sobre nuestras manos. ¡Qué euforia ante la posibilidad de leer de una vez seguida la Ley de Sociedades de Capital al completo! A todos nos parece haber inundado una poderosa responsabilidad que fija nuestros imantados codos sobre la mesa. ¿Cómo?, ¿qué dicen ustedes?, ¿que nos ha pillado el toro? Pero bueno, ¡hay que ver qué cosas tienen! Ni que hubiésemos estado todo este tiempo entregados al ocio y a la diversión contemplativa, y seamos ahora presas del pánico que genera la certeza de no haber reconsiderado la constancia como virtud.

Dejando aquí de lado las ojeras y los rostros pálidos que exclaman un silencioso arrepentimiento y una evidente falta de planificación, todos en ciudad universitaria compartimos durante estos días un comportamiento que nos es común a la hora de estudiar, coincidiendo involuntariamente en un hacer determinado.  Y así, en un acto de consulta permanente, dirigimos sin cesar nuestra atención sobre los móviles, tabletas y ordenadores varios, esa amalgama digital a la que David Cerdá llama, en no pocas ocasiones, dispositivos desantencionales.

Tal parece que nos hubiesen dicho algo así como que, de sustituir la rugosidad de los folios por la luminosidad de una pantalla rectangular, la capacidad memorística de cada uno quedase multiplicada de manera inmediata. Y nosotros, para nada desesperados a estas alturas, allá que vamos. Cierto es que, si hablamos de brillo, cualquier cosa supera con creces la luz que unos apuntes de derecho administrativo puedan aportar. Al margen de esto último, la realidad es la que es. Estamos todos muy agobiados y estresados, así que vamos a consultar Twitter cada cinco minutos no vaya a ser que nuestro presidente nos haya dedicado una carta en la que declara públicamente su amor y se entere toda la comunidad antes que uno mismo.

Nuestras estancias maratonianas en la biblioteca pueden resumirse bajo el siguiente titular: Estudiar absortos en el móvil y apagar nuestra memoria personal. Conste aquí que el que escribe es, sin duda, el peor en cuanto a esta desatención. Y en esas circunstancias, empiezas una página, comienzas a subrayar y consideras oportuno hacer un esfuerzo mental para procesar e interiorizar algún concepto teórico que, claro está, requiere necesariamente de tu concentración inalterada. Tampoco mucho, sólo un tiempo corto pero intenso. Tomas aire, reúnes valor y con arrojo te dispones a acometer el estudio pertinente cuando, de repente, regresa ese intempestivo deseo a la mente: necesito mirar el móvil, ¡sólo será un segundo!

Has aguantado apenas dos minutos de lectura constante —si es que no ha entrado en ese intervalo algún compañero de clase por la puerta— hasta padecer, de nuevo, la imperiosa necesidad de encender el teléfono y consultar lo que sabes que te espera tras la dichosa pantalla, es decir, absolutamente nada. Y aprovechando que el Pisuerga pasa por Valladolid, consideras oportuno revisar los resultados de la segunda división turca que está interesantísima. No suficiente con eso, decides mandarle otro mensaje —sí, otro más— a esa muchacha que, menos mal, ni te hace caso ni te lo va a hacer.

La inmediatez y la vacuidad que ofrece el móvil vence así a la dedicación y al tiempo que los libros reclaman y a la riqueza de contenido que sus páginas albergan. ¿Por qué invertir horas de mi día para comprender una materia académica si a golpe de click puedo disponer de un entretenimiento hueco pero tremendamente eficiente? Una vez orientada la mirada hacia el vicio, este torna en incontrolable. Como las gallinas que reclinan sus cabezas de manera instintiva y periódica para picotear algo de pienso y saciar su hambre, los que decimos ir a «estudiar» a la biblioteca fijamos permanentemente nuestra mirada sobre la inmediatez del móvil, invirtiendo mucho más tiempo en contemplar las maravillas que TikTok nos ofrece que en desentrañar el espíritu de las leyes.

Con el móvil el estudio se diluye, dando pie a una obligación huérfana y desatendida mientras se consiente una promesa puntual de distracción, a la postre interminable. Podrán ustedes encontrarnos a todos —allí hallarán a un servidor— en las bibliotecas, siendo conocedores de la última moda en redes, antes incluso de que esta exista; y desdeñando de manera simultánea el esfuerzo y la concentración que el estudio demanda. En ese orden espontáneo, me veo rodeado de apuntes que sollozan ante la desdicha de haber coincidido en esta vida con los dispositivos móviles, pues su razón de ser no es sino insuficiente para un desagradecido estudiante que prefiere la desidia de su teléfono. ¿Cómo no entregarse al lamento?

Contaba el otro día Pelayo Moreno en esta misma casa una anécdota que ubicaba diciendo «estaba yo en la biblioteca de la Facultad de Derecho matando moscas con los apuntes y apretaba el calor». Pues así estamos por aquí ahora, y de entre tanto zarandear manuales ya he dictado una sentencia con la que condenar la mala praxis en el estudio: soy culpable por omisión de otorgarle a mi tiempo una intranscendencia que no merece, que me lleva a ser incapaz de valorar lo que me regala, un mundo de cosas pequeñas y enormes nimiedades que me pasan desapercibidas por un instante en el que tomo la errónea decisión de entregar la vista a la inmediatez de una pantalla.

Así y con todo, termino emplazándoles a que me hagan caso y visiten una facultad en estos días. Quién sabe, tal vez no encontremos y, por supuesto, deberán ustedes convidarme a una cerveza. Un paseo por la biblioteca en el mes de mayo resulta suficiente para comprobar cómo nos gobierna el inquieto deslizar de un dedo sobre la pantalla, un vicio que sólo pretender evitarnos la decepción que supondría reparar en que uno está siendo infiel a su deber con el resto: dar frutos. A ver cómo salimos de aquí. Pretendo estar atento por si los veo deambulando por los pasillos de Derecho. Eso sí, espero que no me pillen con el móvil.