Lo primero que hizo Blanca cuando nos reencontramos fue cantarme el villancico que había aprendido en el colegio. La niña es muy mona y bastante entonada, pero reconozco que lo que me conmovió fue la letra de la canción. Ella lo notó y me tranquilizó: «no te preocupes, también algunos niños de 2ºC han llorado de felicidad».
Resulta que los villancicos cada vez se sofistican más. Apenas hay ya peces en el río que beben y beben o esa entelequia de la Virgen peinando sus cabellos de oro entre cortina y cortina. Tampoco al bueno de san José le han roído los calzones. Ahora exploran los recovecos del corazón y rozan sus heridas abiertas anunciando que nace Aquel que anhelamos desde todos los siglos. Y está muy bien que así sea. Caben todos porque forman parte de una tradición, más que nunca, necesaria. Hemos comprobados en nuestras almas el desgarrador dolor que sufren las sociedades empeñadas en cortar los lazos con aquello que se les ha legado.
Los romanos sellaban la adquisición de una casa mediante la traditio: el gesto solemne por el cual el vendedor entregaba al comprador las llaves que abrían la puerta de su nueva morada. En ese acto sencillo y cargado de simbolismo se cifra una verdad más profunda: la tradición es la transmisión de las llaves que permiten habitar el mundo con sentido. Así han crecido las civilizaciones humanas: apoyadas sobre el suelo fértil de la experiencia acumulada, custodiando un acervo que no les pertenece en exclusiva, sino que les ha sido confiado.
Mientras esta continuidad no se rompe, nos sentimos protegidos por vínculos que nos resguardan de la intemperie. Por ello, todo poder tiránico ha procurado siempre quebrar la tradición: sabe que los individuos desvinculados son más dóciles y maleables. De ahí su hostilidad hacia los ritos, las fiestas y los lazos familiares y religiosos que anclan al hombre en su origen y lo orientan hacia su destino.
La ruptura de la tradición engendra un dolor específicamente humano: la soledad espiritual, el vacío de sentido, la desesperanza. Sin arraigo, la vida se dispersa y se vuelve incoherente. La tradición nos alberga en el tiempo y nos hace comprender ese tiempo que pasa, no como desgaste hacia un fin inexorable y absurdo, sino como maduración. Frente a la falsa promesa de una modernidad sin memoria, la tradición es el baluarte contra la barbarie; la defensa última de la verdad, sin la cual ni el individuo ni los pueblos pueden hallar su camino.
Es importante ser custodios estos días de las tradiciones. Las familiares y las colectivas. Proteger a los pequeños de lo alógeno —del desarraigo— y sacar las vajillas heredadas, los belenes centenarios, las panderetas y los villancicos inmemoriables de letras más o menos alegóricas.
Es de extrema necesidad hacerlo aunque lo que recordamos no es una tradición. Celebramos que hace dos mil años se renovó la faz de la tierra. Que el Cielo quedó vacío y los ángeles tuvieron frío, como escribió Sartre, porque Dios Todo Poderoso, el Creador de cuanto existe, se hizo niño. Esa conmoción —la verdadera revolución en la Historia de la Humanidad—, esa grieta en el tiempo, ocurrió entre las sombras de una cueva. En la pobreza y anunciándose primero a los humildes.
El portal de Belén me hace revisitar cada año la vieja historia que se utiliza para explicar el sesgo cognitivo en las ciencias: Un borracho busca sus llaves en mitad de la noche bajo una farola, a pesar de que las perdió en otra parte. Las busca ahí porque es donde hay luz. Al igual que el beodo —extraños, desubicados e insaciables— buscamos donde hay luces artificiales, neones y mundanidades en lugar de mirar entre las sombras de un pesebre. Ahí está lo que hemos perdido.
Lo de esta Noche va de celebrar el Nacimiento de aquél que refunda nuestra existencia y nos redime. La naturaleza humana, tan errática, nos lleva constantemente a tratar de encontrar sentido bajo la farola equivocada. La tradición nos devuelve cada año, aunque necesitamos ser redirigidos cada cinco minutos, a esa grieta en el tiempo ocurrida en las sombras de una cueva.
El villancico de Blanca le pedía al Niño del Portal que nos soñara:
Alegraos los dormidos,
los cansados, los heridos,
los que lloran paraísos
que creyeron ya perdidos.
Gloria a Dios en el Cielo,
que cumplió lo prometido.
Gloria al Sol que ya empieza a amanecer.
Lo de esta Noche va de adorarle a Él, que nos sueña y nos exhorta a creer en la irreverencia de la Eternidad.


