Aprender a buscarlo en este mundo

Narnia no era sólo un mundo fantástico. Nunca lo fue. C. S. Lewis lo sabía bien. Por eso no escribió una alegoría cerrada, sino un relato hospitalario

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Se cumplen veinte años del estreno de Las crónicas de Narnia: el león, la bruja y el armario. Veinte años desde que muchos entramos por primera vez —sentados en la penumbra de un cine— en un mundo que algunos ya conocíamos por los libros y otros descubrieron entonces con la naturalidad con la que se abre un armario sin sospechar que detrás cuelga la eternidad. Veinte años no son nada y, al mismo tiempo, son suficientes para preguntarse qué quedó de aquel asombro inicial, qué permanece cuando la nieve eterna se ha derretido y los efectos especiales han envejecido.

Narnia no era sólo un mundo fantástico. Nunca lo fue. C. S. Lewis lo sabía bien. Por eso no escribió una alegoría cerrada, sino un relato hospitalario: un lugar al que se entra sin manual de instrucciones, donde nadie explica del todo qué está ocurriendo, pero donde, misteriosamente, todo encaja. Allí hablaban los animales, el mal se vestía de elegancia helada y el bien no siempre era dócil ni previsible. Allí había un león.

Aslan no era una metáfora domesticada. Era bueno, pero no seguro. Cercano, pero imposible de manejar. No estaba al servicio de los protagonistas, sino de la verdad. Y, sobre todo, no se quedaba. Quizá por eso su despedida sigue siendo una de las escenas más hondas de toda la saga. Cuando los niños Pevensie regresan a su mundo, Aslan les dice una frase que, veinte años después, continúa trabajando por dentro como una semilla silenciosa: «En vuestro mundo tengo otro nombre. Debéis aprender a conocerme por él. Esa fue la razón de que vinierais a Narnia; al haberme conocido un poco aquí, también sabréis buscarme allí».

Lewis entendía algo que a menudo olvidamos: que la fe —como la literatura verdadera— no se agota en el lugar donde nace. Narnia no era el destino final, sino una escuela del deseo. No se trataba de quedarse allí, sino de aprender a mirar. De educar la mirada para reconocer, en otro registro, al mismo rostro.

Por eso Narnia duele un poco cuando se acaba. Porque uno intuye que no se puede vivir siempre en el asombro explícito, en la épica visible, en la magia evidente. Hay que volver a este mundo: al de los relojes, los trabajos que cansan, las guerras sin espada, las traiciones pequeñas y las fidelidades invisibles. Y es precisamente aquí donde hay que aprender a buscarlo.

Veinte años después del estreno, muchos de los que vimos aquella película somos ya adultos. Hemos perdido ingenuidades y ganado cansancios. Sabemos que no todos los inviernos se rompen con una canción y que no todos los sacrificios son comprendidos a tiempo. Y, sin embargo, seguimos recordando a Aslan. No como un recuerdo infantil, sino como una pregunta adulta: ¿lo reconoceré cuando no ruja? ¿Sabré nombrarlo cuando no tenga melena?

Lewis no escribió para evasivos, sino para peregrinos. Para quienes necesitan símbolos que no se queden en el símbolo. Para quienes intuyen que lo verdaderamente importante no suele presentarse con el mismo nombre en todos los mundos. En Narnia, el león se dejaba ver. En el nuestro, quizá pasa más desapercibido. Quizá se esconde en la fragilidad, en el pan partido, en la palabra que perdona, en la cruz cotidiana.

La frase de Aslan es, en el fondo, una pedagogía espiritual: Dios no concede experiencias para que nos instalemos en ellas, sino para que aprendamos a reconocerlo cuando la experiencia desaparece. Narnia no era una escapatoria, sino una preparación. Un entrenamiento para la fe adulta.

Tal vez por eso, veinte años después, seguimos volviendo a ese armario. No para quedarnos dentro, sino para recordar que una vez vimos al León. Y que haberlo visto, aunque solo fuera un poco, nos compromete a buscarlo aquí, en este mundo, donde tiene otro nombre.

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