Francisco Franco, (muy) presente

El antifranquismo está dejando paso a un interés nuevo por redescubrir al personaje que proviene de los más jóvenes

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La mayoría de los españoles de las últimas generaciones ha crecido sin tener la opción de estudiar la figura histórica de Francisco Franco fuera de las etiquetas ideológicas y de los clichés políticos que le han impuesto. Han pasado cincuenta años de su muerte, pero su apellido sigue muy presente en la actualidad política y mediática como si fuese alguien próximo en el tiempo a nosotros, como si no se hubiese terminado de marchar. Ni siquiera la profanación de sus restos en el Valle de los Caídos, y su definitivo enterramiento en un panteón de Mingorrubio, han acallado el eco permanente de su régimen.

Que no pueda estudiarse a Franco de la misma manera que se estudia, por ejemplo, a Alfonso XII, a Felipe II o a Fernando I de Aragón no se debe, ni mucho menos, a la naturaleza política de su régimen; es decir, el hecho de que Franco liderase un régimen autoritario, producto de un alzamiento nacional y de la victoria en una guerra civil no explica en sí mismo su continuo trasiego por el presente político, siempre bajo un juicio que, por lo general, es severo cuando no desproporcionado.

Puede decirse que, salvo aquellas personas que han tenido la suerte de disponer de libros, curiosidad personal y ansia de conocer la verdad —tres circunstancias cada vez más infrecuentes—, la inmensa mayoría de los españoles ha crecido, durante el último medio siglo, sin conocer con exactitud lo que hizo Franco como Jefe de Estado en las casi cuatro décadas que se mantuvo en el poder. Y, en cambio, sí han recibido horas y horas de propaganda y distorsión histórica, hasta el punto de desdibujar por completo tanto al personaje como el régimen que lideró.

Los medios y los partidos, unidos para manipular

La alianza continua de los partidos políticos hegemónicos del sistema, junto a los medios de comunicación que les deben su existencia, está detrás de este hecho. Es una patraña planificada, una manipulación que tiene un objetivo perfectamente diseñado desde los albores de la Transición: descalificar el régimen de Franco con los adjetivos que la mayoría deplora («fascista», «retrógrado», «nazi», «atrasado», etc.) para así poder situar la democracia partitocrática en su antítesis lógica: lo avanzado y moderno, lo plural, lo abierto, lo liberal, etc. Cuanto más se ensucia la memoria franquista, más se ensalza y pone en valor «la democracia que nos hemos dado».

La gran mayoría de los comentaristas de la actualidad, políticos en ejercicio, profesores universitarios y plumillas echados al monte que hablan sobre el franquismo lo hacen con un evidente desconocimiento del régimen, sin aportar ni un solo dato verídico y con una animadversión inicial que, naturalmente, descalifica cualquier conclusión a la que puedan llegar. Carecen del más mínimo interés por la verdad histórica, y caen continuamente en un error pueril: extrapolar hechos del pasado para traerlos al presente, sin tener en cuenta el contexto de aquellos momentos.

Esa alianza planificada entre medios y partidos es permeable a las dos principales fuerzas políticas de España, que coinciden absolutamente en el «juicio histórico» del franquismo, por lo que sus tertulianos de cabecera trasladan también ese mensaje en sus intervenciones, con desprecio absoluto y total a la realidad de los hechos ocurridos en aquellos años. No es que se manipule la realidad, es que la realidad carece de interés para ellos, porque muy por encima de los hechos está la propaganda democratista.

La realidad: un serio problema

¿A qué se debe entonces la curiosidad por redescubrir a Franco, incluso por reivindicar su régimen, por parte de los más jóvenes? No hay nada peor para la propaganda que la realidad. A base de criminalizar y distorsionar la figura de Franco, muchos jóvenes han buscado información por vías alternativas a las que conocían hasta no hace mucho; han comparado lo que ven ahora a su alrededor con imágenes, vídeos y documentos de hace medio siglo. Y han abierto los ojos.

Hoy, es relativamente fácil que en concentraciones patrióticas o en celebraciones deportivas en las que participa España, se junten enseguida varios jóvenes, algunos todavía en edad escolar, y empiecen a canturrear «Francoooo, Francoooo…». Lo que ven en el Congreso de los Diputados, cuando sus padres encienden la tele, es a Félix Bolaños y a Yolanda Díaz; incluso ellos, con la inexperiencia de los pocos años, son capaces de sospechar que, en ese aspecto, hemos ido un poco a peor.

Si alguno tiene curiosidad y se detiene a ver las placas de construcción de viviendas públicas en los años sesenta, que se contaban por cientos de miles, y lo compara con la situación actual (cuchitriles infames por los que hay que hipotecarse durante décadas), quizá saque conclusiones distintas a las que hasta ahora venía escuchando en los medios tradicionales o en sus clases de historia.

Lo mismo pasa con la familia. El franquismo sabía que el orden dentro de los hogares tenía una correlación en lo social; cuando la célula madre de la sociedad goza de salud, la nación funciona porque todas las piezas encajan. La democracia de partidos, la incorporación de la mujer al trabajo fuera de casa y las nuevas tecnologías han vaciado los hogares y obligado a los niños a criarse con vecinos, consolas de videojuegos o empleadas de servicio doméstico. Con las consecuencias que ello tiene…, o tendrá, porque no los veremos a corto plazo.

El eterno candidato

Franco es, así, el eterno candidato en todas las convocatorias electorales de España, sean del ámbito que sean, porque siempre está presente en ellas. No hay campaña electoral en la que no se hable del que fuera Jefe de Estado.

Franco funciona, en el imaginario colectivo, como la baliza que hace de tope del ultraderechismo; es decir, a la derecha del PP estaría VOX, después irían todos los falangistas, Núcleo Nacional y sus ramificaciones pardas, y finalmente el Caudillo. Más allá del Caudillo no se cree que haya vida inteligente.

Cuanto más decide la izquierda que los demás se acercan a Franco, mayor es su estigma y, por tanto, menos derecho tienen a ganar las elecciones, que representan la antítesis del autoritarismo franquista (siempre según el statu quo sistémico diseñado por el mundo progre).

Lo cierto es que la realidad de los últimos cuarenta años se ha encargado de desmentir los mantras de ese statu quo: ni los últimos años del franquismo fueron característicos de una dictadura fascista (como pretenden los progres de izquierdas y de derechas), ni el sistema de libertades que se esperaría de una democracia liberal existe en la práctica, tal es el número de prohibiciones, límites, leyes restrictivas e imposiciones europeas que afectan a la ciudadanía.

Las redes sociales evidencian algo que ni los más optimistas y furibundos progres podían seguramente avizorar hace solamente diez años: el antifranquismo está dejando paso a un interés nuevo por redescubrir al personaje, un interés que proviene de los más jóvenes. Y la cochambre moral, social y política que nos rodea contribuyen a que ese interés o esa curiosidad no lleven el estigma que la jauría progre le había venido colocando; es una curiosidad limpia de intoxicación.

Lo que probablemente nos espere no son generaciones y generaciones de nuevos franquistas, pero sí una mayor conciencia crítica hacia un periodo histórico que, durante décadas, ha sido ocultado a la gran mayoría de los españoles por los beneficiarios del fin de aquel régimen; un periodo histórico que, con sus luces y sus sombras, merece ser conocido tal y como fue, y no como nos lo han vendido.

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