Ahora que se alargan las noches y la oscuridad llega temprano, voy a contarles un cuento a la luz de la lumbre. Érase que se era un reino oprimido durante cuatro interminables décadas por un general sediento de sangre y odiado por todos sus aterrorizados súbditos.
Cuando al fin quiso la muerte librar a esta tierra del tirano —en la cama, pese a la incansable lucha clandestina de heroicos opositores—, el pueblo se lanzó a las calles a celebrarlo y, en un ejemplo pacífico de amor a las libertades, suscitó líderes que supieron responder a sus anhelos de democracia e iniciar el difícil paso, lleno de peligros, de las tinieblas de la tiranía a la luz de un próspero y moderno régimen de urnas y derechos. No fue fácil, porque, aunque el pueblo contaba con el auxilio de arrojados representantes progresistas poseídos de una conciencia de servicio público y apoyados por indómitos periodistas reveladores de la verdad, aún conspiraban en las sombras los beneficiados del extinto dictador, deseosos de recuperar sus privilegios. Pero al fin, con la llegada de una facción de izquierdas al poder, se alcanzó plenamente un sistema de libertades sólido y de continua ampliación de derechos. Y los españoles fuimos felices y comimos perdices.
La fábula que les acabo de contar, de forma extraordinariamente resumida, no es meramente la versión oficial de los hechos: es la ley. La reescritura de la Historia es un expediente habitual del poder. Los españoles hemos sido especialmente objeto de una falsificación de nuestro pasado conocida como Leyenda Negra, pero, al fin no queda hoy nadie vivo de nuestro Siglo de Oro. El cuento de la Santa Transición, en cambio, se fue elaborando en directo, en el recuerdo de millones que vivimos todo aquello.
Fue, en ese sentido, más una representación teatral que un cuento, reforzado por clichés omnipresentes en los discursos de los políticos: La democracia que nos hemos dado; Los derechos que tanto hemos luchado por conseguir. Pero los españoles no «nos dimos» una democracia, nos la pusieron por delante, ya cocinada y condimentada, y el pueblo la votó porque venía de los representantes de un Estado en el que se había acostumbrado a confiar; no hubo otra «lucha» que la de levantarse de la cama para meter un papelito en una urna.
En los días previos al referéndum por la reforma política —la última de la Leyes Fundamentales del franquismo—, sonaba machacona una canción de Jarcha, Libertad sin ira, uno de cuyos versos viene perfectamente a cuento de lo que fue aquello: «Pero yo sólo he visto gente muy obediente». Eso fuimos.
Todo se hizo al margen, buena parte se hizo fuera, siguiendo un esquema elaborado por manos que nunca vimos y por intereses que no eran necesariamente los nuestros. Los guionistas principales de este teatrillo nunca figuraron en las crónicas de los periodistas ni figuran ahora en la historia por decreto: los Estados Unidos y los servicios secretos, que fueron quienes decidieron que el nuevo régimen se levantaría sobre tres pilares: la monarquía, el socialismo y los nacionalismos periféricos, con una sedicente derecha cuyo verdadero papel era hacer digeribles a la opinión conservador las innovaciones aplicadas por la izquierda. Y de la receta formaban parte la integración en la Unión Europea y en la OTAN.
No sólo eso, también su encontronazo, su desacuerdo… No todo es malo en nadie; su desacuerdo con los que manejaban desde atrás. España debía olvidar sus pretensiones de convertirse en una especie de Nueva Francia, con su propio armamento atómico y con su propia soberanía. Al contrario, el proceso de integración de España —que era lo que presidía, era el aliento de este proceso— era esencialmente un proceso de cesión de soberanía.
La apertura política, la modernización económica y social, el acercamiento a Europa, no digamos la prosperidad, que se nos vendieron como resultados del nuevo régimen, eran ya rasgos asentados en las postrimerías del franquismo, del que no diré los mismo que dijo Talleyrand del Antiguo Régimen por imperativo legal. Lejos de producirse como oposición al régimen anterior, la Transición fue prevista, pilotada en lo posible y, por supuesto, facilitada por él.
Si se ha vendido la Transición como un ejemplo —se hacían seminarios sobre ella destinados a los países en transición desde el comunismo, recuerdo—, como una proeza y casi un milagro (laico, faltaría más). En realidad, España estaba a la muerte de Franco perfectamente preparada para lo que vendría después, y la idea de un levantamiento revolucionario que temían o anhelaban las mentes más calenturientas del momento fue siempre muy improbable.
El régimen de Franco no estaba diseñado para durar más allá de la muerte de su protagonista. A lo largo del mismo se fueron reduciendo las anomalías, lo que separaba a España de los países de su entorno, y al menos desde los años cincuenta no se preveía continuación alguna. España había sido proclamada reino por Franco, el heredero estaba nombrado y lo que sucedió fue lo que se esperaba y lo que el propio dictador preveía. La propia clase política y el pueblo español estaban al cabo de la calle. Sin Franco no hay franquismo posible.
Ni siquiera había «poderes fácticos» que pudieran poner palos involucionistas en las ruedas. El Ejército, tan dado a las asonadas en la España del siglo XIX y principios del XX, había sido totalmente domado por el Caudillo. En cuanto a la Iglesia, pilar del régimen —Franco, adverso a cualquier etiqueta ideológica, dejó muy claro siempre que el régimen era católico—, después del Concilio Vaticano II y su nueva postura sobre la libertad religiosa era ya abiertamente hostil al régimen, una hostilidad que se mantiene en nuestros días, como bien saben los dominicos del Valle de los Caídos.
En cuanto a la clase política, en palabras del historiador Fernando Paz, «si la transición española tiene algo que enseñar al mundo y algo verdaderamente inédito, es que no se conoce otro caso en el cual quienes detentan el poder lo hayan entregado de una forma tan alegre».
Todo se hizo, en expresión que lograría fama, «de la ley a la ley», contando con la legitimidad indudable del propio franquismo para transmitirla al nuevo régimen. Inicialmente, la izquierda optó por la escenificación de una ruptura, razón por la que se manifestó contraria al «sí» en el referéndum de la reforma política, y sólo el abrumador respaldo popular a la última ley franquista les forzó a una rápida recogida de cable.
Todo lo que se dijo entonces y lo que ha pasado ya a rango de ley es mentira, es una fábula que en su momento fue teatro y propaganda alimentada por todos los medios. En justicia, no habría mejor momento que hoy para reevaluar ese proceso desde un país soberano, confiado y próspero a… esto. Dicen que las comparaciones son odiosas; en este caso, además, son delito.


