Cincuenta años después de la muerte de Francisco Franco, España sigue discutiendo no tanto sobre su figura como sobre su legado político. Y, paradójicamente, es ese legado —tratado por la propaganda oficial como anatema— el que hoy quiero analizar desde otro ángulo muy difrente: el del búmer, ese arquetipo generacional que creyó estar construyendo un futuro sólido mientras preparaba, sin quererlo, la crisis que hoy padecemos.
Franco fue, en cierto modo, el protobúmer español convencido de que su obra quedaría asegurada a través de la monarquía y de la arquitectura institucional que se estaba diseñando en los últimos años del Régimen tanto desde dentro como desde fuera de España. La historia, sin embargo, ha desmentido esa fe.
El Rey Juan Carlos I lo recoge con una sinceridad sorprendente en sus recientes memorias. Franco sólo le pidió una cosa en su lecho de muerte: que mantuviera a España unida. Esa petición, casi paternal, define mejor que cualquier tratado la obsesión central del franquismo, que no fue otra que evitar que España volviera a caer en el cainismo, el separatismo y la fractura interna que la habían desgarrado en los años treinta. Medio siglo después, no parece que vayamos rumbo a cumplir ese deseo.
La advertencia ignorada
Uno de los aspectos que más incomoda a la hora de debatir sobre su obra y su figura en los últimos años es reconocer que Franco alertó una y otra vez de los riesgos que tanto la democracia de partidos como el proyecto europeo suponían para España. No hablaba desde el capricho, sino desde la experiencia: sabía que la masonería política, el regionalismo y la fragmentación ideológica habían arrastrado al país a la Guerra Civil. La democracia parlamentaria, lejos de corregir esos males, los exacerbó hasta el punto de convertir el Parlamento de la Segunda República en un ring de sectarismo permanente.
Mutatis mutandis, la entrada en Europa —esa Europa que se presentaba como garante de paz, estabilidad y prosperidad— tampoco garantizaba nada para España como comunidad de destino. La lógica del mercado único, las imposiciones tecnocráticas y el federalismo creciente chocaban frontalmente con la idea tradicional de soberanía. Europa pedía cesiones permanentes y, a cambio, ofrecía dependencia. Lo que para las élites era «progreso», Franco lo veía como un riesgo. El tiempo, como con otras tantas cosas, le ha dado la razón.
Cinco décadas después, los hechos hablan por sí solos:
- España está territorialmente más fragmentada que nunca.
- Los partidos regionalistas deciden la gobernabilidad del país.
- La Unión Europea interviene abiertamente en la política nacional (si eres afín miran para otro lado).
- La sociedad española vive, de nuevo, enfrentada y atomizada.
- La natalidad ha caído en picado en los últimos 50 años y estamos en riesgo real de desaparición.
Y, como si se tratara de un bucle histórico, el poder político controla cada vez más los mecanismos de opinión y vigilancia para impedir que los ciudadanos puedan organizar una respuesta real. Lo que antes era propaganda, hoy es ingeniería social. Lo que antes era censura, hoy es «moderación de contenidos» o «respeto a las minorías». Y lo que antes era vigilancia política, hoy se camufla bajo la «digitalización» y la «lucha contra la desinformación».
Franco como protobúmer
La gran ironía de la historia es que Franco, al confiar en que la monarquía preservaría su proyecto, terminó provocando exactamente lo contrario. Como los búmers de la posguerra, que creyeron que el Estado del bienestar y la apertura cultural serían la garantía de un futuro mejor, Franco pensó que el desarrollo económico y la estabilidad institucional cimentarían un país cohesionado y fuerte. Como se suele decir: «Se ganó la guerra, pero se perdió la cultura». Aunque esta frase no es del todo cierta, sí expresa muy bien ambas posturas.
Pero igual que los búmers hoy reconocen —aunque no siempre lo admitan en voz alta– que muchas de sus decisiones condujeron a la crisis moral y económica del presente, el propio diseño del sistema de la Transición se ha revelado como el gran error estratégico del franquismo final o tardofranquismo. El turnismo 2.0, bautizado como Régimen del 78, produjo precisamente lo que Franco quiso evitar: partitocracia, debilitamiento del Estado pese a su sobre expansión (o quizás a causa de ello), cesión de soberanía a Bruselas, fragmentación interna creciente y despolitización artificial de una sociedad domesticada.
España entró así en un letargo profundo, un sueño inducido por promesas de modernidad que nunca se materializaron más allá de carreteras, cafés con nombres europeos, sexo a la carta, drogas y colonización cultural. El país que emergió de la Transición no era un modelo democrático, sino una maquinaria diseñada para que, bajo la aparente normalidad, España pasara a manos de sus históricos adversarios. La alternancia no era alternancia, era turnismo. La descentralización no era eficiencia, era balcanización. Y la europeización no era progreso, era subordinación y destrucción del tejido productivo nacional.
Una democracia sin demos: el resultado inevitable
El problema de España no es sólo que la «democracia que nos hemos dado» funcione mal; es que funciona exactamente como fue diseñada. Y lo que fue diseñada para hacer no era fortalecer la nación, sino neutralizarla. En teoría, las democracias modernas se sostienen sobre un demos cohesionado, con un proyecto compartido y un relato común. España, en cambio, funciona como un mosaico de identidades enfrentadas, administrado por un Estado que cada vez gobierna menos y gestiona más, mientras se subordina a poderes supranacionales sin control democrático.
El resultado es un país exhausto, dividido y atrapado en una especie de coma político, donde las instituciones ya no representan a la nación, sino a las élites que las controlan. Exactamente aquello que Franco quiso impedir. Exactamente aquello que el franquismo creía haber dejado atado y bien atado. Así, Franco se convirtió en el búmer máximo porque confió en que el sistema posterior a él preservaría lo que él había construido. Y ese sistema hizo justo lo contrario.
A cincuenta años de la muerte de Franco, España no está más cerca de resolver el conflicto que recorre su historia moderna. Es decir, el choque entre una nación que quiere ser una comunidad política sólida y unas élites que apuestan por su disolución en estructuras globales o identitarias. Ni la democracia de partidos ni la europeización constante han aportado cohesión. Al contrario, han acelerado la fragmentación y han debilitado los mecanismos de defensa de la nación.
Mientras recordamos al dictador que quiso evitar otro colapso nacional (con sus aciertos y sus fallos como todo gobernante), comprobamos que las advertencias que tantos consideraron exageradas o anticuadas eran, en realidad, profecías cumplidas. Franco no fue sólo un personaje de la historia. Fue, en cierto modo, el primer representante de una generación que pensó que todo seguiría su curso, que nada podría torcerse una vez se encauzara, que el sentido común sería suficiente para mantener un país unido. Y como los búmers del presente, acabó viendo cómo su legado era gestionado por quienes nunca creyeron en él.
España sigue pagando ese error. Y, cincuenta años después, el país continúa preguntándose si es capaz —o si quiere— despertar del letargo en el que ha vivido desde entonces. La España alegre y faldicorta sigue pendiente. Quizás, pronto, llegue el momento de una nueva primavera.


