Hoy ser «crítico» o mostrar un discurso «alternativo» a la corrección política, consiste en discutir sin parar sobre los desmanes que lo woke ha traído a nuestras vidas, dando la impresión de que las grandes batallas de nuestro tiempo son todas culturales o, más bien, exclusivamente culturales. Mientras tanto, los de siempre, que son quienes han financiado e impuesto esas tendencias culturales, siguen llevándose la mayor parte del pastel económico sin que casi nadie hable de ello, generando las condiciones óptimas para que se consolide de modo irreversible el modelo destructor de lo que realmente nos une y nos da sentido como sociedad: la familia, la comunidad o el trabajo digno.
No se trata de que los temas culturales no importen. Claro que importan y mucho. Pero el problema es cuando esa conversación pública lo ocupa todo, abandonando la vertiente material, el discurso «crítico» se convierte en un teatro controlado, una distracción perfecta. Es el viejo juego de manos del mago: mientras todos miran ensimismados el pañuelo de colores, él ya te ha quitado el reloj de tu muñeca.
El escritor inglés G.K. Chesterton lo anunció hace más de un siglo. Decía que «lo malo no es que el hombre haya perdido la fe, sino que ha puesto su fe en cualquier cosa». Hoy esa «fe» se deposita en causas muy vistosas, perfectamente encarrilladas por los medios de comunicación de masas, que permiten sentirse virtuoso sin tocar el verdadero nervio del poder: la economía. Chesterton también advertía que el problema no era el capitalismo en sí, sino que éste había dejado de servir al hombre común para servir a unos pocos. «Demasiados capitalistas no son amantes del capitalismo, sino del monopolio», escribió.
Y ahí está la trampa. Se nos vende la ilusión de una sociedad más libre, más diversa, más «inclusiva», pero debajo de toda esa superficie colorida la brecha económica se agranda. Los sueldos reales se estancan, la vivienda se convierte en un lujo, y las grandes corporaciones acumulan poder a niveles históricos. Mientras discutimos sobre la última ocurrencia de diversidad en una película de Disney o Netflix, los fondos de inversión dueños de esas plataformas compran media ciudad, ahogan nuestro pequeño comercio y convierten nuestras calles en una franquicia impersonal, multicultural eso si, de cualquier otro lugar del mundo.
Lo woke es muy rentable: vende ropa, series, campañas de márquetin. Y además acapara todas las miradas. El capitalismo, que tiene una habilidad camaleónica, lo ha absorbido y utiliza sin despeinarse. Pero el discurso anti woke ha caído demasiadas veces en la trampa, monopolizado la crítica a los males que nos afligen sólo a este aspecto, a veces incluso como caricatura, dejando vía libre a que «la derecha del dinero» cierre el círculo de su hegemonía de la mano de «la izquierda de los sin valores».
El liberalismo de izquierdas o derechas, con su culto al individuo y su alergia a cualquier forma de límite, ha conseguido que parezca revolucionario preocuparse, a favor o en contra, por los pronombres, pero retrógrado hablar de salarios dignos o de control del capital financiero. La libertad se ha reducido a un asunto de percepción de identidad, no de dignidad material.
El discurso que valientemente defienden nuevas voces como la del diputado de Vox, Carlos Hernández Quero, «les huele a podemita. Pero su denuncia de la tenaza entre el gran capital y el Estado confiscatorio contra las clases medias no supone más que un retorno a la tradición social del conservadurismo», tal como recoge acertadamente Victor Núñez, en un reciente artículo publicado en El Español. Lo que está intentando mucha gente es, precisamente, salir del campo de juego que el sistema ha delimitado y de los marcos discursivos que nos imponen. Dimensionando en su justa medida, sin renuncia alguna, lo woke/anti woke para poder afrontar sin interferencias, el combate que reclaman amplias mayorías populares y trabajadoras de nuestro país, que no es otro que el de recoger el legado de construir un futuro reconocible y esperanzador para nuestros hijos.
Volviendo al viejo Chesterton hay que recordar que «la cuestión no es si tendremos un sistema, sino de quién será ese sistema». Y ahora mismo, el sistema no parece nuestro. Si de verdad queremos ser alternativos o disidentes, tal vez haya que dejar de discutir un rato en Twitter sobre la última mamarrachada del Almodovar de turno y volver a preguntarnos lo que parece que nadie quiere tocar: quién se está quedando con el dinero. Que además, casualmente, suelen ser muy amigos del manchego.


