A mediados de 2009, el Gobierno socialista de Rodríguez Zapatero discutía si cerrar o ampliar el plazo de mantenimiento de la central nuclear de Santa María de Garoña. Todavía se negaba la crisis económica, pero Obama había sido elegido presidente y se acercaba el acontecimiento planetario de la reunión entre los dos caudillos progresistas de los Estados Unidos y del Estado español, por lo que el debate giraba no sobre los empleos creados por la central, sino sobre los asuntos en que se entretienen las sociedades opulentas para sentirse más satisfechas: el modelo productivo, las energías renovables, el cambio climático, la sostenibilidad, el turismo rural… En un telediario de TVE se emitía un reportaje sobre Garoña y, de pronto, como el haz del faro en mitad de la noche, surgieron unas imágenes en blanco y negro de Francisco Franco, vestido de civil y con sus andares y su calva de abuelo, inaugurando la instalación. Ni un comentario al respecto de los locutores. Hacía ya más de un año que las Cortes habían aprobado —y el rey Juan Carlos I promulgado—, la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, por la que se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura, que todos conocemos como «ley de la memoria histórica». Desde entonces, Franco sólo aparecía de uniforme, hablando con Adolf Hitler en Hendaya, en la guerra, presidiendo desfiles o saludando con el brazo alzado, junto a comentarios que le calificaba de «fascista», «aliado de los nazis» o «responsable de un genocidio». Así que la repentina aparición en ese telediario no podía ser para alabarle por haber introducido una nueva energía en España, país deficitario en ella, o mostrar a los espectadores la importancia de que los Gobiernos desarrollen políticas continuistas en asuntos como la industria, a la manera de Brasil, donde el izquierdista Lula de Silva promovía Petrobras, la petrolera fundada por el populista y anticomunista Getulio Vargas. ¿Cuál era la finalidad? Porque cuesta aceptar que se debiera a un error involuntario de los técnicos de TVE. Pues, sencillamente, asociar, de manera subliminal la energía nuclear al franquismo, de modo que, si el Gobierno decidía el cierre de la central, aportar al debate el argumento definitivo de nuestro tiempo: bien hecho, porque la radioactividad la trajo Franco.
Franco, su régimen y los símbolos de este se ha convertido en la medida del Mal. La reductio ad Hitlerum que corta todo debate en las universidades, las tertulias o las redes sociales con el efecto de la guillotina revolucionaria, en España es una reductio ad Francum. Todo lo malo se atribuye a Franco y todo lo relacionado con Franco es malo. Se trata de un mecanismo mental utilísimo para quienes saben manejarlo, pues les evita en la cátedra, los tribunales y los medios de comunicación embarazos del estilo de preguntar por la familia a alguien a quien cuya madre acaba de fallecer. Unos concejales morados del Ayuntamiento de Sevilla quieren podar el escudo de la ciudad de símbolos monoculturales, religiosos, antidemocráticos y, por supuesto, franquistas. En la página web de El País, donde se supone que hay requisitos de entrada más estrictos que a los círculos de Podemos, alguien tituló el 24 de enero de 2017 una noticia sobre la sequía «Pueblos inundados por el franquismo afloran por la insólita sequía en Galicia». Una víctima de la LOGSE que leyera el titular podría añadir otro crimen contra la humanidad a los ya perpetrados por el franquismo: inundar pueblos gallegos. Resulta que la construcción de pantanos en los años 50, 60 y 70 del siglo XX no se hacía para llevar agua a las ciudades para dar beber a sus habitantes o a los campos para regarlos o a las industrias, sino para borrar del mapa pequeñas aldeas, aunque no se sabe con qué fin, porque en esos lugares remotos no podían darse «pelotazos» urbanísticos ni plantar eucaliptos.
Hasta la popular palabra «chiringuito» está manchada porque su difusor, César González-Ruano, escribió a favor de Franco y hasta le han acusado de haber colaborado en Francia con los alemanes. Hay que eliminar de los diccionarios chairman por machista y chiringuito por nazi. Y además, el académico Antonio Muñoz Molina dicta sentencia en El País: «Si hay un ejemplo que no nos hace ninguna falta seguir a estas alturas es el de César González-Ruano». El franquismo incluyó a Federico García Lorca y a Miguel Hernández en sus libros de texto —de los que excluyó a Rafael Sánchez Mazas, Agustín de Foxá y Manuel Machado—. Muñoz Molina, curita de la iglesia progresista, condena a quien lea a González-Ruano en su casa. ¡Menos mal que los periódicos de papel, incluso El País, ya no dan miedo, sino risa! Un personaje de la película de Clint Eastwood El fuera de la ley nos advierte de que «hacer el bien no tiene final» («Doin‘ right ain‘t got no end»), porque detrás de un supuesto crimen franquista aparecerá otro, y otro, y otro. Ahora son los «muertos de las cunetas» —los de un solo bando, por supuesto, que los otros parece que fueron bien muertos— y los «niños robados»; dentro de poco, se les pasará la cuenta a los descendientes de los que financiaron el alzamiento o hicieron negocios en el franquismo.
Como blindaje o como instrumento de poder, algunos siguen mostrando su certificado de víctimas del franquismo igual que los veteranos de Enrique V enseñarían en la taberna sus cicatrices ganadas en la batalla de Azincourt. Los más atrevidos lo renuevan antes de que caduque para las nuevas generaciones. El académico Juan Luis Cebrián volvió a incluirse recientemente entre los reprimidos: «Para las gentes de mi generación, que padecimos los rigores de la dictadura franquista…». En una divertida novela titulada De Madrid a Oviedo pasando por las Azores, José María Pemán —otro depurado por la «memoria histórica»— describía a los políticos que habían medrado en el turno entre conservadores y liberales acudiendo, en vísperas de la caída de la Monarquía, a las comisarías para inculparse de conspiradores a fin de hacerse con unas credenciales de conspirador o de represaliado con las que ascender en el nuevo régimen.
En noviembre de 1975, con diez años de edad, yo veía en televisión las honras fúnebres dedicadas a Franco —no había colegio, los niños estábamos en casa y fueron los únicos días en muchos años en que TVE emitió por las mañanas— con esas inmensas colas pasando ante su cadáver, en un espectáculo fascinante, propio del fin del Ancien Régime. Si entonces me hubiera dicho mi abuelo que, rebasados ya los cincuenta, no sólo seguiría oyendo hablar de Franco, sino que participaría en el debate sobre su figura, no le habría creído. Pues a él, que nació en la primera década del siglo XX apenas le había escuchado hablar de acontecimientos que había vivido a los diez años, como la Primera Guerra Mundial, la caída de los imperios europeos o la gripe de 1918. Gracias a sus enemigos —¿cómo se puede ser enemigo de un muerto enterrado bajo una losa de cientos de kilos y cuyo nombre sólo se pronuncia para execrarlo?—, Franco ha dejado de ser mortal, ha superado incluso la potencia de los míticos reyes bajo las montañas y se acerca a la categoría del Logos, sin principio ni fin. Y, como los dioses del Olimpo, según Homero, nos contempla mientras los españoles invocamos su nombre como antes agitábamos hachas y mazas.
La razón de este texto es oponerse a lo que Hermann Tertsch ha denominado «la mentira antifranquista» con elementos tan modestos, pero tan poderosos, como la verdad, la curiosidad y la discusión. Esa «mentira antifranquista» nos está corroyendo y destruyendo. En su origen, prosigue Tertsch, ha constituido «la operación político-cultural más eficaz y brillante de la izquierda española»; ha paralizado a la derecha española, tan avergonzada de sí misma que corre detrás de las etiquetas políticas —centrista, reformista, liberal, europeísta, moderado, apolítico, profesional— como algunas mujeres que acumulan dietas. Esa derechona ya es derechocha. Así tenemos una política hemipléjica, a la que le falta medio cuerpo. El Parlamento español es el único del mundo en el que no hay un partido que se califique de derecha.
Por otro lado, el nihilismo que siempre late en la izquierda, se ampara en el antifranquismo para arremeter contra virtudes imprescindibles para la vida colectiva, desde el honor a la responsabilidad. Una de las decisiones más reveladoras de los nuevos principios que se estaban imponiendo en España desde el Poder fue para mí la supresión en 1982, el año de la victoria arrolladora del PSOE —¡cómo me gustaría saber cuántos de los que desfilaron ante el cadáver de Franco votaron a Felipe González!—, de la Operación Plus Ultra, un programa que premiaba a niños por sus sacrificios, su valor o su abnegación. Lo conocía con suficiente detalle porque mi padre trabajaba en una caja de ahorros, ya que uno de los organizadores era la Confederación Española de Cajas de Ahorros, junto con Iberia y la cadena SER. Años después, Iberia dejó de ser una empresa pública y la línea aérea de bandera de España para convertirse en parte de una multinacional; la SER pasó de dar reconocimiento a niños a señalar a los disidentes del Imperio Progre y azuzar a sus oyentes contra el Gobierno por un oscuro atentado terrorista; y las cajas de ahorros han desaparecido por culpa de los políticos, que se apoderaron de sus fondos con la misma lujuria que los romanos de las sabinas. Nos decían que ya no iban a ser necesarias ni la caridad, ni la beneficencia, porque iban a ser sustituidas por la justicia. ¡Menudo engaño!
Por último, señala Tertsch, la «mentira antifranquista» hace omnipresente la cobardía. En el ejercicio del periodismo, a mí me ha ocurrido como a él, que compañeros y figurones de la vida social y económica te decían una cosa amparados en el off the record o la sobremesa y la contraria en público. Como los sindicalistas que en el estrado, delante de los micrófonos, repiten una y otra vez las muletillas políticamente correctas de «compañeros y compañeras» y «trabajadores y trabajadoras», hasta que, concluida la rueda de prensa y mezclados con los «plumillas», recuperan la gramática.
La exposición de lo que fue en verdad el régimen franquista, de su origen y de su extinción, sin adornos ni insultos, con objetividad y desapasionamiento, creo que son imprescindibles para que dejemos de ser «diferentes» —como proclamaba ese genial eslogan turístico del franquismo y que tanto irritaba antes a los progres— y nos volvamos una nación normal. En el vestíbulo de la embajada de Rusia en Madrid hay una serie de frescos que resumen la historia del país, una de las más brutales de entre las europeas, y en ellos aparecían tanto el zar Nicolás como Lenin. Semejante aceptación del pasado es un ejemplo que deberíamos imitar.
Enterremos a Franco ya. Por sensatez. Por racionalidad. Por la paz.
[Este texto es la introducción de Eternamente Franco, Homo Legens]


