Se vislumbran nubarrones oscuros para los partidarios del Estado del bienestar. El encargado de destapar la caja de pandora ha sido el canciller alemán, Merz, afirmando en unas declaraciones el pasado mes de septiembre que el «estado del bienestar actual no es financieramente viable». Ciertamente, ya era era hora de que alguien hablase sobre la presencia del elefante en la habitación del viejo continente. Porque, aunque muchos siguen sin querer verlo, el coche de alta gama que se diseñó tras la Segunda Guerra Mundial ha pasado a ser un carro enmohecido que ya no da más de sí.
A la espera de los planes del mandatario alemán, lo cierto es que el actual modelo merece una reflexión urgente, con realismo y sin dejar llevarnos por buenismos absurdos. Y, por supuesto, sin condenar al ostracismo a quien propone modelos alternativos. Porque la presencia del estado del bienestar en todo occidente se ha consolidado como una verdad incuestionable. No existe, dicen, una alternativa al modelo que «nos dimos» los europeos a mediados del siglo pasado. Como si el modelo social e intervencionista estuviese grabado en los europeos como un código genético. Es, sin duda, la teoría más cómoda. La inmensa mayoría de la ciudadanía tiene la sensación de falsa seguridad al tener el manto protector del Estado en su día a día. Y a la clase dirigente le cuesta poco ofrecer esa garantía, pues el dinero que manejan es el del contribuyente.
Así, todo está diseñado para que los ciudadanos tengan unos servicios públicos de calidad, capaces de dar respuesta a las necesidades básicas de cualquier individuo. Al mismo tiempo que se ha diseñado un sistema de protección, barnizado con el discurso de la solidaridad, para ayudar a los que más lo necesitan. El problema de esto, como casi todo en la vida, es que el papel lo aguanta muy bien. Pero la práctica es otra cosa. Hemos llegado a un punto en el que un ciudadano pierde más de la mitad de su sueldo en pagar impuestos, tasas o contribuciones. Pagamos por trabajar, por producir, por consumir, por ahorrar, por heredar, por vivir y hasta por morirnos.
Verdades incontestables
Una espiral recaudadora que no sólo carece de fin, sino que va a más, con la complacencia de buena parte de la sociedad a la que han inculcado determinadas teorías como verdades incontestables.
La primera de ella es vender el aumento del gasto público como un bálsamo de Fierabrás. ¿Existe un problema? Debemos gastar más. ¿No se ha solucionado el problema? Será que no se ha gastado lo suficiente. Parece mentira que haya que desmentir este mantra, pero gastar más no significa necesariamente tener mejores servicios públicos. Para que el lector tenga un ejemplo claro de lo que menciono: durante los gobiernos de Rodríguez Zapatero, España era uno de los países de la OCDE que más gastaba en educación y, sin embargo, era el que contaba con mayor tasa de fracaso escolar.
La segunda de las tesis que han adquirido la condición de irrefutable es que el Estado debe dar una alternativa a servicios que podría ofrecer perfectamente la iniciativa privada. Uno de los ejemplos más sangrantes es Correos. Una empresa que lleva años acumulando pérdidas y cuyos servicios no pueden ser más ineficientes. Pero paga el contribuyente, claro.
Otra de las tesis instaladas es que resulta imposible dar marcha atrás en las nuevas ayudas aprobadas o las competencias adquiridas, llegando a adquirir la condición de intocables y aureoladas por la certeza de su necesidad. Pongamos un ejemplo: ¿Se imaginan que el próximo gobierno plantee la eliminación del Ingreso Mínimo Vital? Es imposible imaginárselo porque todos sabemos no ocurrirá.
La prueba de lo mencionado es la reacción furibunda de buena parte de la población cuando cayeron muchas de las ayudas aprobadas por el Gobierno tras el comienzo de la guerra de Ucrania. En este punto, tengo que reconocer que me resultó desolador ver a gente llorando por las esquinas porque el abono transporte les iba a costar veinte euros más. Así, nuestra economía es cada vez menos competitiva, con una carga fiscal que asfixia a empresas y familias, una deuda pública desbocada y un sector público omnipresente en el día a día de la sociedad.
Lo más preocupante de esta situación es la falta de alternativa en este campo que abogue por una reducción del gasto público y por el cuestionamiento del actual modelo del bienestar. En las últimas décadas, especialmente durante los mandatos de Thatcher y Reagan, parecía que era la derecha la que abogaba por la reducción del Estado y por poner coto al modelo del bienestar. Pero eso ha cambiado. La derecha tradicional lleva décadas haciendo seguidismo de la izquierda en este ámbito —salvo excepciones—. Y buena parte de la nueva derecha es estatista. Y esto es lo que resulta verdaderamente trágico, que los nuevos movimientos nazcan con las mismas premisas de siempre, algo que no deja de ser otra consecuencia de la mentalidad estatalista que impregna el alma de la sociedad española.
«Justicia social»
Muchos representantes de las nuevas corrientes derechistas ven en el liberalismo un enemigo a combatir, lo que les lleva a adoptar posturas económicas cercanas a la izquierda. Uno de los argumentos más extendidos es que el concepto de «justicia social» no tiene su origen en elementos de izquierdas, sino en la Iglesia Católica y pensadores conservadores. Y tienen razón. Pero eso no es óbice para saber que en nombre de la justicia social se han hecho verdaderas atrocidades a lo largo de la historia. Y, aunque no fuese así, me hago una pregunta: ¿Qué es realmente la justicia social? La teoría me la conozco. Pero, como he comentado al comienzo del artículo, todo en la vida queda inmaculado sobre el papel. La práctica es otra cosa.
Todos conocemos a gente que recibe ayudas al desemplio mientras trabaja; alumnos que recibían becas exorbitadas sin necesitarlo; madres que convivían con sus parejas pero eran beneficiarias de una prestación por ser madres solteras; inmigrantes haciendo cábalas para ver qué ayuda podían cobrar; personas que enlazan bajas interminables porque saben que primero paga el empresario y luego termina pagando la Seguridad Social… la lista es infinita.
¿Es todo eso justicia social? ¿Es justicia social que tengamos que mantener con nuestros impuestos una red de ayudas fraudulentas? No sólo no es justicia social, sino que es una losa pesada, que lastra la competitividad de la economía española y los bolsillos de muchos ciudadanos honrados.
Ojalá que alguien se atreva algún día a hacer una auditoría seria y rigurosa para comprobar en qué se gasta hasta el último céntimo del erario público y, viendo los resultados, se atreva a hacer los ajustes necesarios. El futuro no es muy halagüeño, pero Francia y Alemania parecen haber tomado ese camino. Cuando las barbas de tu vecino veas cortar…


