Vivimos en una época en la que las estaciones no las marca el tiempo, sino el escaparate de El Corte Inglés: el otoño dura lo que aguantan las pilas de las calabazas iluminadas con velas de plástico, y el invierno lo marcan los invitados de Isabel Preysler y su prisa por acabarse los Ferrero Rocher. Por eso, a veces, la contemplación de un árbol encogido ante la niebla o el susurro de una brisa que promete tardes al fuego en lugar de al sol nos devuelve al auténtico orden de las cosas.
Tan natural es el nacimiento de la vida en primavera como propio su ocaso al caer las primeras hojas del otoño. Por mucho que queramos negar nuestra condición, es el entorno el que nos pone en nuestro sitio una y otra vez para recordarnos que todo pasa. Al igual que otros seres de la creación, el hombre está hecho de cosas que no se ven a simple vista. Los ojos podrán perder el brillo, la piel su lozanía y el cabello el lugar donde aferrarse, pero hay ecos de nosotros que logran escapar al paso del tiempo.
Cuando somos jóvenes, alzamos la vista hacia las cumbres que hay por conquistar; con el paso de los años, caminamos cabizbajos, sorteando las piedras y recovecos del trayecto; y ya mayores, con el sendero recorrido, es fácil mirar atrás y vislumbrar lo alcanzado, aunque a veces olvidemos qué nos impulsó a comenzar la aventura. Quizá la cura esté en volver de vez en cuando a la casilla de salida, al lugar donde empezamos, donde nos dieron cuerda.
El camino hacia la trascendencia empieza y termina en el más allá: recordando a quienes vinieron antes y pensando en los que vendrán después. No hay signo de humildad más grande que honrar a quienes nos permitieron llegar hasta aquí. Suyos son los rasgos que contemplamos en el espejo y hacia la continuación de su obra deberían orientarse nuestras acciones.
En estas fechas, rodeados de los nuestros, evocamos a las personas que nos cuidaron cuando no podíamos valernos por nosotros mismos, añoramos los sabios consejos que nunca parecieron suficientes y sentimos el cobijo de unas sombras que emanan luz propia.
Ante la abrumadora cantidad de recuerdos, anécdotas, gestos de cariño y compañía desde un lugar lejano, es fácil comprender, incluso al mirar una lápida, que estamos destinados a ser mucho más que polvo.
Hay que volver a los cementerios para recordar hacia dónde nos dirigimos. Porque, al fin y al cabo, sólo quien recuerda sus raíces puede aspirar a florecer de nuevo. Allí, entre mármoles fríos y nombres grabados, se oye todavía el rumor de quienes nos precedieron, susurrando al viento que la vida no se extingue, sino que cambia de morada. Volver a ellos no es mirar atrás, sino aprender a hacerlo con gratitud. Quizás así descubramos que lo que damos por perdido no ha desaparecido, sino que habita silencioso en la savia que sube por nuestro propio tronco, esperando que un día sepamos regar también las raíces de los que vendrán.


