Contra la impertinencia

Al 'enfant terrible', al rebelde y transgresor no hay por qué escucharle su última monería

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Es curioso que mi nula capacidad para la física me suela conducir a la perplejidad filológica. Me pasó con el palabro «resiliencia», cuando todo el mundo empezó a utilizarlo a discreción (y muchas veces sin sentido). En su día, un ingeniero me explicó que la tal resiliencia era una propiedad de los materiales, consistente en su mayor o menor capacidad para volver a su estado inicial. Me puso varios ejemplos, todos muy gráficos. Mi cerebro, que es de hechuras más bien clásicas, tradujo la palabra como «fortaleza», porque, en verdad, la resiliencia suele emplearse para referirse a la capacidad de aguante y al ánimo para recomponerse. Nada nuevo bajo el sol de las virtudes.

Algo así me pasa ahora con la dichosa «polarización». Leo en el diccionario que «polarizar» es, según la física, «restringir en una dirección las vibraciones de una onda transversal, como la luz u otras radiaciones electromagnéticas», y que el verbo se usa también como pronominal («polarizarse»). Así que quien se polariza, reduce a un único sentido todo lo que pasa. La luz entra sólo por un lado: aquí estamos nosotros, que somos seres de luz, y enfrente, en la oscuridad profunda, están los malos. Y punto. No hay más que hablar.

Andaba yo en estas disquisiciones físico-léxicas cuando, en una conversación con J., amigo de lucidez galaica, él me dijo, al hilo de una polémica del momento (ya convertida en cenizas y olvido), que estaría dispuesto a defender el derecho de un periodista a hacer preguntas impertinentes. Él sabe bien de lo que habla, porque es periodista parlamentario. Y hacedor de aforismos: «Un periodista sumiso y aborregado es un mal periodista; el peor», me dijo, como colofón de su argumento.

El aforismo me convenció. No así lo de la impertinencia de las preguntas. Debe de ser por razón de mi oficio. En un juicio, nada hay más fatigoso e improductivo que las cuestiones impertinentes, es decir, aquellas preguntas que, por inoportunas, descentran el debate y tratan de llevar la discusión por caminos estrechos en los que —bien lo sabe el que pregunta— jamás entrará la luz. Así que a mí me parece que, cuando es tal —y no es audacia—, la impertinencia hay que combatirla siempre, porque restringe el conocimiento, engaña al corazón y, al fin, se pierden las vibraciones de la vida.

¿Pero cómo combatir la impertinencia (y, llegado el caso, al impertinente)? Creo que con la cortesía, y, en los casos de impertinencia premium, con un punto de desdén. Al enfant terrible, al rebelde y transgresor no hay por qué escucharle su última monería. Podemos declinar con paz su invitación ruidosa. Como hizo Charles Reading, el protagonista de Perder y ganar, la novela de Newman, cuando un visitante inoportuno llegó a su casa. Reading, sin enfadarse siquiera, le habló de esta guisa: «Mire usted, estoy muy ocupado esta mañana, así que no tengo más remedio que renunciar al placer de su visita». Fuese el impertinente y no hubo nada.

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