Una de las expresiones más evidentes de la decadencia de Europa es la fuga de cerebros. Lo que hasta no hace demasiado tiempo se asociaba a países pobres es hoy una realidad en el corazón del continente. Francia, Alemania o España ven marcharse a miles de jóvenes cualificados cada año, que buscan fuera lo que no encuentran dentro: oportunidades, prospetidad y menos asfixia fiscal y burocrática.
Según un reciente estudio, cada año unos 15.000 graduados de escuelas francesas de ingeniería y administración de empreas deciden iniciar su carrera en el extranjero. Las causas son conocidas: salarios bajos, fiscalidad imposible y una extendida percepción de declive. El 70% de los jóvenes con talento considera que Francia está en decadencia; el 81% y el 74% se declaran preocupados por la situación política y económica.
Hoy existen más fundadores franceses de empresas tecnológicas valoradas en más de mil millones de dólares en los Estados Unidos (46) que en la propia Francia (alrededor de 22). En Alemania, muchos jóvenes emigran a Suiza; en el Reino Unido, empresarios de éxito como Nikolay Storonsky, consejero delegado de Revolut, han trasladado su residencia fiscal a los Emiratos Árabes Unidos.
La Europa vaciada
El cambio ya no sólo pasa por la pérdida de mano de obra cualificada. También el debilitamiento del motor productivo europeo. Cada ingeniero o emprendedor que se marcha representa una inversión pública que no se recuperará y una innovación que no se desarrollará. La riqueza potencial que desaparece no aparece en las estadísticas, pero condicionará el futuro del continente.
Toda política tiene una parte visible, sus efectos inmediatos, y otra invisible, más profunda y duradera. La expansión sin límites del Estado, la hiperpolitización, con su presión fiscal, su burocracia y su desconfianza hacia la iniciativa privada, no sólo desincentiva la inversión, sino que genera desafección entre quienes deberían sostener el crecimiento, que se traduce hoy en una forma de voto con los pies.
En Alemania, la crisis energética y la carga regulatoria empujan a muchas empresas medianas a trasladarse a Austria, Hungría o Suiza. En el Reino Unido, la invasión migratoria y la inflación persistente han provocado la huida de emprendedores hacia Dubái o Singapur. En España, la inseguridad jurídica y la presión fiscal sobre las rentas medias-altas alimentan un goteo constante de salidas.
El coste de lo invisible
La tragedia de la fuga de talento no se mide en cifras, sino en consecuencias futuras. Cada emigrante representa un proyecto frustrado dentro. No sólo se pierde el capital humano presente, sino la capacidad de multiplicarlo. Los países que expulsan a sus trabajadores jóvenes acaban condenados a la mediocridad: economías sostenidas por el gasto público y la deuda, incapaces de crear riqueza nueva.
«El mal economista persigue un pequeño bien presente que será seguido por un gran mal futuro», resumió Bastiat. Las políticas obsesionadas con redistribuir acaban destruyendo las condiciones que permiten generar prosperidad. Cuando el mérito deja de ser recompensado, los más capaces se van.
Cada hombre tiene cualidades únicas que no pueden ser sustituidas por decretos. La pérdida de un solo individuo creativo o emprendedor altera el equilibrio de todo un entorno. El deterioro, acumulado durante años, explica por qué Europa envejece, se endeuda y crece cada vez menos.
¿Quién querría expulsar a los mejores?
El debate de fondo no es sólo económico, sino moral. ¿Qué tipo de sociedad expulsa a quienes más contribuyen a su prosperidad? Las democracias europeas han convertido la redistribución en su credo y la igualdad material en su objetivo, pero olvidan que toda prosperidad nace del esfuerzo individual, no de la planificación.
Como ha señalado el ensayista francés Samuel Fitoussi citando al economista Gregory Clark, la composición de una población determina su destino económico durante generaciones. Las sociedades que integran y retienen talento florecen; las que lo pierden, se empobrecen. Ningún programa público puede compensar la marcha de quienes innovan, arriesgan y crean empleo.
La acción humana siempre encuentra una vía de escape a los intentos de ingeniería social. Los individuos buscan prosperar, y lo harán allí donde el fruto de su trabajo no sea penalizado. Ésa es la lección que Europa parece haber olvidado: no hay bienestar sin libertad ni progreso sin riesgo.
Un éxodo silencioso
El nuevo éxodo europeo no lleva maletas de cartón ni pasaportes de tercera clase. Se viaja con títulos universitarios, habilidades digitales y dominio de idiomas. Cada avión que despega de París, Berlín o Madrid rumbo a Washington, Zúrich o Dubái transporta algo más que profesionales cualificados: lleva consigo una parte del futuro del continente.
Europa se está vaciando de energía. La consecuencia es estructural: menos oportunidades, menos empresas, menos innovación, menos esperanza. La Unión Europea que nació para comerciar parece haber olvidado su valor. Lo que Europa ve son los subsidios que reparte; lo que no ve son las vidas productivas que pierde.


 
                                    