Hay una escena en El viento se levanta (Kaze tachinu, 2013), la penúltima película del más famoso y genial director de cine de animación, Hayao Miyazaki, que tiene dibujadas a mano más de 400 personas. Sucede durante el gran terremoto de Kanto (el sismo que en 1932 azotó la llanura del mismo nombre en Japón), y en ella hay a su vez un plano picado de apenas 4 segundos en el que pueden distinguirse 70 personajes diferentes. Si nos fijamos —para hacerlo habrá que darle al pause porque a velocidad normal los ojos sólo dan para seguir a los protagonistas—, ni uno sólo de esos 70 se repite. Cada uno, por la forma de moverse, por sus gestos y sus reacciones, tiene vida propia.
El plano supuso 15 meses de trabajo de parte del equipo de dibujantes. En un documental sobre el estudio Ghibli y sobre la creación de la película, Miyazaki explica a uno de sus intercaladores que «las multitudes no son miserables masas anónimas, son la base de la sociedad; dibújelas apropiadamente». Y, señalando el dibujo de una señora que lleva su macuto colgando, le corrige: «Cuando llevas un fardo de ropa lo llevas pegado a ti, no colgando, porque así no puedes correr con él y antes o después te caes».
Este detallismo de Miyazaki va más allá, creo yo, de la búsqueda de la perfección o de la facilona explicación patológica —es un genio y los genios están un poco tocaos y tal—. Es, ante todo, una cuestión de amor por su trabajo y por el corazón de ese trabajo que son sus personajes. Amor por todos y cada uno de ellos, por nimios que sean, por poco tiempo que ocupen la pantalla. Y este amor, manifestado en incansable laboriosidad, es a nuestro entender una forma de fe. A fin de cuentas, ¿quién se va a fijar en la señora del fardo bien pegado al pecho, con sus cuatro segundos de existencia? Miyazaki se fija, él sabe perfectamente quién es ella. Igualmente, ¿quién va a reparar en una criatura entre trillones, viviendo apenas un instante en un insignificante lugar del universo infinito?… El artesanal trabajo de maestros como Miyazaki es, hacia abajo, amor a sus personajes, y, hacia arriba, fe en un Creador.
El viento se levanta recibe su título de un verso de Paul Valery: le ven se lève, il faut tente de vivre / el viento se levanta, hay que intentar vivir. El viento, en el poema, es el imprevisible devenir de las cosas de la vida. Pero bajo el pincel de Hayao Miyazaki, el viento es menos aquella cita de Lennon («la vida son las cosas que te pasan mientras haces planes») que eso otro de lo que le hablaba Jesús a Nicodemo. El viento que mueve los acontecimientos de la película y que hace que, por ejemplo, los dos protagonistas se conozcan, se parece mucho a aquél que sopla donde quiere, oyes su ruido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va.
Su personaje principal es Jiro Horikoshi, y está basado en el ingeniero aeronáutico japonés máximo responsable del diseño de cazas de su país durante la II Guerra Mundial y, en especial, del diseño del icónico Mitsubishi A6M Zero. De niño, Jiro sueña con ser piloto, pero Jiro es miope y su miopía le impediría serlo. En otra película, esta circunstancia se habría explotado para darle al protagonista un obstáculo que superar o una realidad que aceptar, pero aquí el conflicto se resuelve poco después de plantearse.
Sucede cuando Jiro conoce en sueños a su ídolo Giovanni Caproni, la versión Ghibli del ingeniero aeronáutico y civil italiano fundador de la compañía de aviones del mismo nombre. Caproni y Jiro, se nos explica, comparten el mismo espacio onírico —¡qué genial ocurrencia pensar que que otras personas aparezcan en nuestros sueños no sea producto de una mente sino del encuentro entre dos!—, y ahí Caproni le confiesa que él mismo no es piloto e, inflándose cual globo, le dice extasiado que los aviones son bellos sueños que los ingenieros hacen realidad. Desde entonces Jiro sabe que quiere ser ingeniero aeronáutico y diseñar un avión imposible. De nuevo, en contra de la convención, ninguna de las dos cosas estará verdaderamente en juego.
Porque Jiro no es un héroe de los que les gusta a los gurús del guion, con un gran conflicto central (interno o externo) contra el que medir sus fuerzas e ir evolucionando forjado por las contradicciones que surgen en esa lucha, etcétera. Hacia fuera, como hemos dicho, tarde o temprano su talento y su tesón le granjearán el avión de sus sueños. Hacia dentro, es un tipo honesto cuando empieza la película y lo sigue siendo cuando acaba; es parco en palabras, cabezota y va siempre un poco ensimismado, pero nada de esto se presenta como defecto sino como la idiosincrasia que tenemos todos. Su única falta es ser un idealista, haber creído a Caproni cuando le dijo que los aviones no son máquinas violentas ni de afán de lucro sino maravillosos sueños, y haberse convertido así, muy a su pesar, en un engranaje más de la maquinaria de la guerra. Jiro tiene que vivir con esa contradicción, con un sueño que le parte en dos. Que sepamos que Jiro va a cumplir este sueño no quiere decir ni mucho menos que El viento se levanta sea predecible. Porque, primero, ¿qué pasará cuando lo cumpla? Y, segundo, ni en un millón de ensoñaciones habría podido Jiro imaginar que algo eclipsara su pasión por los aviones. Sin embargo, una ráfaga de viento hace que conozca a Nahoko cuando ella apenas ha puesto un pie en la adolescencia. De carácter inquebrantable como Jiro, Nahoko es guapa e inteligente, virtudes que equilibra con una mansedumbre que la alejan de la vanidad, y con esa gran determinación que da una inmensa capacidad de amar. Esta potencia se posa en Jiro y la de Jiro, como reflejo, en ella. Desde entonces, y a pesar de que las circunstancias no hacen por juntarles, sus destinos estarán unidos para siempre.
El viento se levanta es una historia de amor bajo la terrible sombra de la guerra: de amor conyugal, de amor a una vocación y de amor a un país. De una delicadeza extraordinaria, es una obra maestra indiscutible. Hasta este largometraje, Miyazaki nos tenía acostumbrados a historias de infancia y adolescencia, sin antagonista pero con el mal muy presente, ambientadas en mundos en conflicto entre un hombre egoísta y una naturaleza fascinante habitada por dioses. Esa misma sensibilidad se traslada sin fricción alguna a la madurez y al Japón entre guerras. Es una película más discreta, más callada que las épicas de La princesa Mononoke o El castillo ambulante, cerca en tono a Porco Rosso o Mi vecino Totoro, pero en cualquier caso con muchos menos elementos fantásticos ninguna de ellas, aquí limitados todos al mundo onírico de Jiro y Caproni.
Y aunque casi todas sus historias están atravesadas por un aire de pérdida, en El viento se levanta, quizás porque la trama no apremia tanto, se nota especialmente esa sintonía hacia lo efímero tan japonesa y que significa tanto saber observar la transitoriedad de todas las cosas del mundo como ser conmovido por ella. Si el viaje que hacía Chihiro era aquel del paso de la infancia a la adolescencia y del desgarro que supone dejar de ser un niño, El viento se levanta nos lleva por la primera tragedia de la madurez, el primer sueño insatisfecho —o peor: la insuficiencia del sueño cumplido—. Todos pierden: pierde Jiro, pierde Caproni, pierde Japón. ¿Todos? No. Nahoko no. Ella gana porque se entrega al completo, porque su sueño no consiste más que en poder amar a Jiro para siempre.
En la última escena, Jiro se encuentra de nuevo con Caproni. La guerra ha terminado, el eje ha perdido y el Zero y sus pilotos no han vuelto a casa. Esta vez, los aviones no se presentan como bella posibilidad, sino como restos de metal desperdigados por una verde pradera medio enterrados en césped (un cementerio de dioses menores) o como almas que despegan para un último vuelo. ¿Qué hacer cuando sentimos el peso de la existencia reposa entero sobre la punta de la desilusión y la pérdida? Nahoko se les aparece entonces —¡tres mentes en un mismo sueño!— para darle a Jiro, desde la autoridad que confiere una vida de sacrificio, una respuesta: «Anata, ikite». literalmente, «cariño, sigue viviendo». O, sabiendo como sabemos lo que es el viento: «Cariño, ten fe».



 
                                    