Renunciar a la carne no es una moda inocua, sino una decisión con consecuencias biológicas y culturales profundas. Las mismas instituciones que entorpecen la cadena logística y propician la subida desmedida de su precio promueven su sustitución por productos sintéticos o cultivados en laboratorio. Lo hacen bajo el pretexto de la sostenibilidad, pero omiten los efectos reales sobre la salud y la propia identidad cultural de las naciones.
La carne ha sido durante siglos fuente esencial de nutrientes básicos de una dieta equilibrada y del propio desarrollo humano, además de centro de celebraciones y fechas señaladas. Sustituir su consumo de manera forzosa, por vía del precio o de la imposición de otros productos, conduce a déficits nutricionales y a una dependencia creciente de suplementos y ultraprocesados.
En nombre de los apenas existentes abusos de la ganadería industrial en Europa, unos burócratas que nadie ha elegido condenan nuestra gastronomía. Rechazar la carne real por la artificial supone desligar al hombre del campo, del ciclo vital y, en última instancia, de su propia naturaleza.


