Ciao Claudia

Ha muerto Claudia Cardinale, y nos queda la certeza de que hubo un tiempo en que las actrices eran símbolos. Nos queda Sofía Loren. Y poco más

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Ha muerto Claudia Cardinale. Un mito fabricado por una Italia que parecía más Italia, cuando exportaba belleza como hoy importa inmigrantes africanos. Loren, Mangano, Lollobrigida… y Cardinale. Otra categoría: menos popular, más densa. Un rostro que tenía dentro historia, carácter. Una fuerza que doblaba la pantalla.

Nació en Túnez, hija de sicilianos. Colonia francesa, olor a especias, mares cálidos. Ese origen explicaba su rareza. No era la muchacha italiana típica. Había en ella algo extranjero, un misterio. Fue descubierta en un concurso de belleza y terminó convertida en símbolo europeo. El Mediterráneo entero en un rostro.

La filmaron los mejores. Visconti, Fellini, Leone. En Rocco y sus hermanos, en El Gatopardo, en , en Érase una vez en el Oeste. Cada título es una piedra del canon. No era solo fotogenia: imponía carácter. Leone quiso filmar el Oeste americano, y lo que se le coló en la película fue Europa: la cara de Cardinale. Una mujer que cargaba con siglos.

Su voz. Grave, inconfundible. Se negaba al doblaje. No quería que la aligeraran. Esa voz era casi un manifiesto: no iba a ser muñeca ni adorno. En cada película estaba la actriz, pero también la mujer que se resistía a ser estrella al modo estadounidense. Era otra cosa: más orgullosa, más seca, más difícil.

Había dolor. A los dieciséis, una violación de la que nació un hijo al que presentó durante años como hermano. El secreto acompañó su carrera, la doblez íntima detrás del brillo. Hoy sería un relato continuo en revistas y platós, un victimismo rentable. Ella lo guardó como los adultos guardaban antes los dolores.

Cardinale fue Europa. Y no cualquier Europa: la del milagro económico, la del cine como arte mayor, la del Festival de Cannes con glamour auténtico. Actuó con todos: Delon, Mastroianni, Lancaster, Fonda. Un puente entre Hollywood y Cinecittà, porque brilló en ambos mundos sin perder la raíz mediterránea.

Con el tiempo se apartó de los grandes rodajes. Llegaron los homenajes, los premios, la liturgia de la diva veterana. Pero lo importante estaba hecho. Había rodado lo esencial antes de que el cine se llenara de artificio y de efectos. Lo suyo fueron el rostro, la voz, la presencia. Lo irrepetible.

Con ella desaparece casi del todo un modo de hacer cine. Y con ese cine, una Europa que se atrevía a medirse con Hollywood. Europa todavía orgullosa de sí. Europa que no copiaba, sino que creaba. Cuando vemos Il Gattopardo o todavía reconocemos esa ambición: ser el centro.

Nos queda una sensación de ruina, como cuando cae la penúltima columna de un templo. Lo que se apaga no es una actriz, sino la memoria de un lugar del mundo que fue algo más que un mercado común.

La Cardinale resistió hasta el final con dignidad. Con esa altivez mediterránea que nunca la abandonó. No se prestó a farsas. No se convirtió en caricatura de sí misma. Ha muerto en Roma. Y Roma es el escenario adecuado, porque es la ciudad donde la belleza es siempre presente y recuerdo.

Se apagan la voz, los ojos, la fuerza. Nos quedan las películas, claro. Nos queda la memoria de Jill McBain, de Angelica, de tantas figuras que eran mucho más que personajes. Nos queda, sobre todo, la certeza de que hubo un tiempo en que las actrices eran símbolos. Símbolos de belleza, de carácter, de cultura. Nos queda Sofía Loren. Y poco más.

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