Piero Pioppo y los tiempos inciertos de la Iglesia

El nuncio llega a España con la veteranía de quien ha transitado fronteras políticas y eclesiales en distintos continentes

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España vuelve a tener Nuncio Apostólico. Tras meses de silencio institucional y muchos rumores y corrillos, la Santa Sede ha designado a Mons. Piero Pioppo como su representante en Madrid. Y aunque el nombre suena con ecos mediterráneos, su biografía lo vincula a geografías lejanas: de Camerún a Indonesia, pasando por el microcosmos del Vaticano, donde trabajó en la Secretaría de Estado y, no sin polémica, en el Instituto para las Obras de Religión. A sus 65 años, Pioppo llega con la veteranía de quien ha transitado fronteras políticas y eclesiales en distintos continentes, consciente de que España no es un destino cualquiera, sino un país en el que las tensiones entre tradición y modernidad se manifiestan con especial intensidad.

El aterrizaje del nuevo nuncio no ha sido inmediato. El gobierno español ha tardado varios meses en conceder el plácet, ese gesto diplomático imprescindible para que el enviado pueda desplegar su misión. En Moncloa se interpretó la designación con cautela: el supuesto perfil conservador de Pioppo y su paso por el IOR levantaron suspicacias en el Ejecutivo.

Lo cierto es que el Gobierno de Sánchez no ha ocultado sus fricciones con la Iglesia en cuestiones de memoria, educación o laicidad. La demora alimentó rumores de veto, que finalmente se disiparon con la confirmación oficial. La espera, sin embargo, no fue inocua: reflejó la distancia creciente entre dos instituciones que comparten una historia irremediablemente entrelazada, pero el vaivén de políticos y curias.

Un diplomático con oficio

Parece que León XIV sabe lo que hace. La experiencia de Pioppo es la de un hombre de pasillos y de silencios medidos. Su hoja de servicios en Asia y África muestra un estilo de diplomacia prudente, más dado a la negociación discreta que a los gestos de estridencia. Quienes lo conocen hablan de un hombre cultivado, con capacidad de escucha y con la serenidad de quien sabe que un nuncio rara vez puede improvisar.

Su tarea en nuestro país va a ser mayúscula, dada la actual situación de la Iglesia. España, con sus muchas diócesis en ebullición y con la agenda episcopal marcada por relevos generacionales, le exigirá algo más: un fino equilibrio entre la fidelidad a Roma y la sensibilidad hacia un país que vive un secularismo acelerado y, al mismo tiempo, mantiene una religiosidad popular viva.

Un escenario cargado de símbolos

No es casual que la nunciatura madrileña, vacante desde marzo con la salida de monseñor Bernardito Auza, sea observada con lupa. En un país donde la Iglesia sigue siendo un actor de primera magnitud —aunque su peso político se diluya y la Conferencia Episcopal se empeñe en ganarse el favor de sus enemigos declarados—, el nuncio no es solo un diplomático.

Pioppo en España será también un intérprete simbólico de los vínculos entre fe, poder y sociedad. El prelado italiano llega en un momento en que los debates sobre la Iglesia y el franquismo —con la cuestión del Valle de los Caídos de fondo—, el patrimonio religioso de las diócesis y los abusos reclaman voces lúcidas y gestos convincentes. Su llegada plantea, inevitablemente, la pregunta: ¿será capaz de conjugar la liturgia de la diplomacia con las exigencias de una sociedad que no termina de entender la posición de la Iglesia y los obispos españoles?

Entre Roma y Madrid

Con todo, la figura del nuncio siempre oscila entre lo visible y lo invisible. En la España de hoy, monseñor Pioppo encarna esa doble condición: será quien susurre a los obispos nombres y orientaciones para el futuro, y a la vez quien observe desde la discreción de la avenida Pío XII los vaivenes de una política que lo recibe con distancia.

El suyo no será un destino plácido: deberá habitar la frontera entre la herencia cultural del catolicismo español y los nuevos horizontes que dibuja una sociedad secularizada, polarizada en sus muchas ideologías y, a veces, desconfiada. En esa encrucijada, Pioppo tendrá que desplegar no solo su oficio diplomático, sino también un cierto arte de escucha: el que distingue a los embajadores que dejan huella de aquellos que apenas pasan.

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