La generación X, y quizá la milenial temprana, fue la última que pudo comprar una vivienda con cierta naturalidad. Hasta entonces, la vida iba así: uno nacía, hacía la EGB, frecuentaba discotecas de verdad, hacía BUP, luego COU, iba a la universidad, se echaba novia, opositaba, hacía un máster, conseguía unas prácticas o entraba en el negocio familiar, siendo el primero con carrera y el que ponía cierto orden informatizándola, se casaba y firmaba una hipoteca. Todo esto antes de los 35.
Comenzaron en aquella época a popularizarse las hipotecas a treinta años. Algo empezaba a no cuadrar. Los mayores se echaban las manos a la cabeza, ellos pagaron la casa en diez. Y la de la playa, sin préstamo.
Dicen algunos analistas que a ciudades como Valencia le quedan a lo sumo cuatro o cinco años para terminar de expulsar a los nativos. Madrid, rompeolas de todas las Españas, no va a ser el dique de contención de este fenómeno, que vimos antes en París.
Sin acceso a la vivienda, sin la posibilidad de independencia de la casa paterna, estirando la precariedad del piso compartido hasta la mediana edad en ocasiones, no es posible la madurez del individuo ni de la sociedad. A los jóvenes errantes, nómadas con la misma itinerancia que los datos de su móvil se les priva así de la libertad de poder elegir su proyecto de vida y se les condena a la supervivencia básica y al nihilismo.