Pier Giorgio, el joven de las Bienaventuranzas

Frassati alcanzó las cimas más difíciles para experimentar esa alegría pura que solo se encuentra en el cielo

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4 de julio de 1925. Doblan las campanas: su tañer apenas rasga el profundo silencio que se extiende por las calles de la ciudad hasta las cimas, ya despejadas de nieve, del monte Musinè. Uno de los mandamases de Turín, Alfredo Frassati —senador liberal y a la sazón propietario del periódico La Stampalo había ganado todo y, en un instante, todo lo perdió: a sus veinticuatro años, fallece su hijo Pier Giorgio, súbita e inesperadamente. Es el funeral: acuden, como era previsible, los prohombres y optimates de la burguesía turinesa. Pero, para sorpresa de muchos, escolta también la mortaja la devoción sincera de menesterosos y desarrapados por doquier. En él se encarnaba la caridad evangélica: Intorno all’infermo, al miserabile, intorno al disgraziato, io vedo una luce particolare, una luce che non abbiamo noi.

Un siglo después, toda Italia y la Iglesia entera rebosan de júbilo: el pasado domingo 7 de septiembre, los tapices vaticanos descendieron para anunciar su canonización, junto a la de otro joven ejemplar, Carlo Acutis. Sus caminos de santidad divergen según las circunstancias históricas, pero comparten puntos esenciales: la defensa y promoción de la fe católica en el ámbito público; la caridad como vida y misión personal, con fundamento en la adoración eucarística; la santidad vivida sin aspavientos, en los pormenores del día a día; y la esperanza arraigada en Dios, a pesar de los embates de la enfermedad fulminante. Ambos atestiguan, en definitiva, la vocación de santidad para todos aquellos jóvenes que, como ellos, laicos, llevan una vida normal y corriente.

Comencemos por su misión apologética y apostólica. En una época seducida por ideologías absolutistas emergentes y contrapuestas, Pier Giorgio defendió a capa y espada como brújula social la doctrina de la Iglesia desde su militancia activa en Acción Católica y la Federación de Estudiantes Católicos. Ante la amenaza de los fascistas, por ejemplo, no se amedrentó: Quando Dio è con noi non si deve aver paura —«Cuando Dios está con nosotros, no hay que tener miedo».

Este vigor espiritual emanaba de su cercanía con Dios en la eucaristía. Una de las anécdotas más conmovedoras, relatadas por su hermana Luciana en Mi hermano Pier Giorgio. Una vida que nunca se apaga —oportunamente traducida por la editorial Didaskalos—, narra cómo, tras la comunión casi diaria en la Crocetta, se le podía ver arrodillado, rostro alzado y surcado de lágrimas. Su piedad interior, junto con su espíritu apostólico, le infundía una caridad auténtica, discreta y cercana a los pobres: la defensa del cristianismo carece de valor si no se traduce en una vivencia personal, lejos de torres de marfil y sepulcros blanqueados.

La pasión por la montaña de Pier Giorgio, en fin, puede parecer trivial, incluso molesta para los menos deportistas; sin embargo, revela, a mi parecer, toda una hermenéutica de la magnanimidad. El 13 de agosto de 1923, tras la muerte accidental de un abogado en el glaciar Chateau des Dames, escribió: «Es el destino que me tocará a mí dentro de unos años y, por lo tanto, moraleja: cuando se va a la montaña, primero hay que ajustar la conciencia, porque nunca se sabe si se volverá. Sin embargo, con todo esto no me asusto y, al contrario, cada vez tengo más ganas de escalar montañas, alcanzar las cimas más difíciles, sentir esa alegría pura que solo se encuentra en la montaña».

O lo que es lo mismo: alcanzar las cimas más difíciles para experimentar esa alegría pura que solo se encuentra en el cielo.

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