Corría la década de los 70 del siglo pasado cuando el filósofo y antropólogo René Girard estudió la manera en que las sociedades gestionan sus tensiones internas. En las obras La violencia y lo sagrado y El chivo expiatorio analiza el mecanismo arcaico de designación de un individuo, o un grupo, percibido como diferente, como culpable de los conflictos colectivos. Al atacar al enemigo común se produce una cohesión «social» que disipa temporalmente el conflicto interno. Además, se canaliza la violencia restaurando el orden que se tambaleaba a causa del estado de tensión.
El sacrificio (simbólico) del chivo expiatorio es legitimado por una narrativa que culpa a la víctima, endosándole las responsabilidades de la crisis. Girard explica que este fenómeno es universal y está presente en mitos, religiones y prácticas sociales. En las sociedades modernas se lleva a cabo mediante la exclusión, la humillación o el ostracismo. Alcanzando altas cotas de perversión como humanidad, hemos llegado a legislar presentando a las verdaderas víctimas como verdugos. Algunos autores estudiosos del bullying detectan una base común con el fenómeno del chivo expiatorio en el acoso escolar.
Acaba de comenzar el curso académico. Conviene un examen de conciencia del ejemplo que se da a los menores que nos rodean. Conviene asumir responsabilidades en la educación de los mismos. Conviene no mirar para otro lado y discernir entre las «cosas de niños» y las agresiones. Conviene no ser permisivo o reír las gracias al que denigra a otro. Hay algo peor que ser padre de un hijo que sufre abuso por parte de los compañeros. Y es ser el padre de un matón.