Es recurrente en los finales de verano que se adueñe de nosotros un cierto espíritu en el alma de apatía, tedio y cierta desmoralización: lo que los Padres del Desierto llamaban «el demonio meridiano» por atribuirlo a ese espacio temporal —o vital…— de las «horas del mediodía» —de la media vida, del medio año…–, y que, vulgus inventa, ahora le llaman «depresión postvacacional» o crisis de la mediana edad o lo que sea.
Por cierto, y disculpen la referencia, no deberían perderse la serie de comentarios que Monseñor Erik Varden, monje trapense y obispo noruego de Trondheim, le está dedicando a la sabiduría de los Padres del Desierto, los anacoretas de los primeros siglos del cristianismo que dieron origen a la espiritualidad monástica, y que pueden encontrar en su web personal: Coram Fratribus.
Ruido
El caso es que en un giro de esos ingeniosos que aparecen en las mañanas, en uno de esos días de regreso de las playas, los pueblos y el monte que unos u otros, más días o menos, hemos tenido en este verano, caminando por el centro de la ciudad, comenzando a hacer recados y gestiones de la vuelta a la cotidianeidad, de pronto me vi golpeado por una certeza de esas tan evidentes que no son sino obviedades: el ruido nos contamina el alma.
El ruido no sólo de los coches, los buses, las obras, los gritos, la música y las voces, sino también el ruido de la prisa y la velocidad, la ansiedad y el descentramiento, el estar a todo, el querer tenerlo todo controlado, el mucho abarcar y poco apretar. El ruido de la discusión constante que nos envuelve, de hacer de todo una pelea y un interés egoísta, de no escuchar sino parlotear, de arrimar siempre el ascua, de defender lo indefendible por ser «lo mío» o porque lo del otro no lo acepto de modo alguno. El ruido de no tener horizontes ni fines, de vivir dando palos de ciego aquí y allí, de haber perdido un «telos» vital o no haberlo tenido nunca. El ruido de la vaciedad llena de cosas, del scroll constante, de la saturación de estímulos vacuos y banales que despiertan la imaginación de la tentación, la huida y la falsedad.
Para ese «demonio meridiano», para ese ruido que nubla y tienta, los Padres del Desierto daban respuestas diametralmente opuestas a lo que hoy se consideran remedios acordes a esa «depresión postvacacional».
Silencio
Donde ahora se receta buscar nuevas experiencias, remotivarse, reinventarse, cuidarse mucho y darse gustos, placeres y compensaciones que mitiguen el malestar, cambiar de vida o de trabajo, huir de lo que nos hace sentir mal, los Padres, con la sabiduría de quien se enfrenta por derecho, sin falsedades y mirando cara a cara a lo que sucede y a lo que al hombre le corre por de dentro, apelan a otra cosa: al silencio.
El ascetismo y la austeridad de coger la realidad por los cuernos, de sumergirse en el silencio y la meditación, de no engañarse y abrirse en canal en la realidad de lo que cuesta, y hoy lo que más cuesta es buscar ese silencio profundo que sólo en un cierto sentido es fuga mundi, no en el de marchar huyendo de lo real, sino en el de sacar todo ruido estúpido que engaña y falsea lo que es realmente real.
Para mí el primero, pues, un recuerdo ante el demonio meridiano de la depresión postvacacional: no buscar fuera lo que no está dentro. Buscar en el silencio la verdadera tensión de la realidad. Enfrentarse con verdad a lo que tenemos y a lo que nos sucede. No huir más, sino sumergirse en el silencio como única respuesta cierta para el ruido.