El futuro saboteado: crónica del abandono de la juventud europea

La vivienda, el empleo y las políticas familiares fracasan en su apoyo a los jóvenes europeos, acelerando el colapso demográfico

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Europa vive una contradicción insostenible. En un continente envejecido que presume de su modelo social y de sus valores humanistas, se sacrifica sistemáticamente a su generación más joven. No se trata de retórica ni de percepción, sino de una realidad estructural: para millones de jóvenes europeos, haber nacido en Europa ya no significa oportunidad, sino bloqueo. Un bloqueo vital, económico, social y cultural. Y lo más grave es que este colapso no es accidental, sino consecuencia directa de decisiones políticas equivocadas en las últimas décadas.

El precio de la emancipación se ha vuelto inasumible. En ciudades como Madrid, Ámsterdam, Berlín o Dublín, el coste de alquilar un piso supera fácilmente un 50% o incluso el 70% del salario medio de un joven. Las familias se ven obligadas a mantener a sus hijos bien entrada la treintena. Esta «juventud extendida» ya no es una elección cultural, sino una necesidad económica. Más del 60% de los menores de 30 años siguen viviendo con sus padres en países como España. En otros países como Polonia o Letonia, sencillamente optan por emigrar. El resultado: una Europa con menos nacimientos, más frustración, más polarización y menos futuro.

Multitud de causas

Esta situación no responde a una sola causa. Es la convergencia de varias crisis mal gestionadas. En primer lugar, la crisis del mercado laboral: la generación mejor formada de la historia europea está condenada a empleos temporales, salarios bajos y trayectorias profesionales fragmentadas. Las recientes reformas laborales, en lugar de estabilizar, han incrementado la precariedad. Mientras tanto, nos lo venden como «movilidad laboral». Hablan de «flexibilidad», que no es más que un eufemismo de destrucción.

En segundo lugar, la crisis de la vivienda: sin políticas de construcción de vivienda pública y con la liberalización total del mercado del alquiler junto al auge de plataformas como Airbnb, los jóvenes han sido expulsados de los centros urbanos y privados de cualquier oportunidad de propiedad. Por un lado, se restringen y penalizan los mercados privados de alquiler; por otro, la desregulación tras la caída de precios ha entregado miles de propiedades a fondos de inversión. La población autóctona es exprimida por ambos lados.

En tercer lugar, la crisis demográfica: mientras se promueven campañas de natalidad, no se crean las condiciones para que las parejas jóvenes tengan hijos sin arruinarse. El modelo social europeo ha olvidado a sus propios hijos. Peor aún, financia activamente a los hijos de los extranjeros. No es una conspiración: es un suicidio matemático.

Inmigración masiva

Y sí, a todo esto debemos sumar —y reconocer como factor agravante— la cuestión de la inmigración masiva y mal planificada. Lejos de ser la solución prometida por los tecnócratas, ha funcionado como un parche temporal para una economía que se niega a reformarse en profundidad. Se han cubierto huecos laborales con trabajadores extranjeros, mientras los jóvenes europeos eran relegados al final de la cola del desempleo o a contratos de explotación. Esto afecta también a los propios inmigrantes, muchos de los cuales están condenados a empleos que, en la era de la automatización y la inteligencia artificial, desaparecerán por completo.

Además, esta llegada masiva ha incrementado dramáticamente la demanda de vivienda, ha sobrecargado los servicios públicos y ha borrado la cohesión social en barrios enteros. Pero lo más escandaloso es esto: mientras los jóvenes autóctonos no pueden permitirse una vivienda, una familia o siquiera un mínimo apoyo, una gran parte del presupuesto social se dedica a mantener a los recién llegados: subsidios de vivienda, sanidad gratuita, ayudas por hijos, programas de integración, muchos de ellos sistemáticamente abusados.

Este desequilibrio genera resentimiento, y con razón. No por rechazo al otro, sino como reacción natural a una brutal injusticia hacia el contribuyente, el ciudadano cumplidor de la ley, el joven adulto que lleva años posponiendo sus planes de vida por falta de medios. ¿Cómo se puede hablar de «justicia social» cuando se conceden ayudas automáticas a inmigrantes que jamás han contribuido al sistema, mientras los jóvenes locales se ven obligados a encadenar empleos precarios para quizá optar a una vivienda subvencionada en la periferia? ¿Qué clase de Europa estamos construyendo al subvencionar el reemplazo demográfico en lugar de fomentar la continuidad cultural, familiar y económica?

Sustitución de la juventud europea

En lugar de apostar por su juventud, los gobiernos han optado por sustituirla. En vez de retener el talento local, lo dejan marchar —o incluso lo alientan a irse—. En vez de facilitar la maternidad y la paternidad, han impuesto estilos de vida basados en el aislamiento, la atomización y la dependencia del Estado. En lugar de construir ciudades habitables, han entregado los centros urbanos al capital extranjero, al turismo masivo o a los recién llegados. Y así, ciudades históricas como Lisboa, Ámsterdam o Berlín están perdiendo su alma. Madrid va camino de lo mismo —si no la ha perdido ya—. Ningún profesor, enfermero o trabajador social puede permitirse vivir allí. Y sin una comunidad real, sin vínculos afectivos con un lugar, una ciudad deja de ser un hogar.

Mientras tanto, para quienes se esfuerzan por vivir en estos centros urbanos, la única recompensa son regulaciones climáticas que restringen la vida y elevan el coste de vivir sin mejorar su calidad. Todo esto es una bomba social de relojería. Porque no se puede construir Europa sin europeos, porque no se puede pedir a una generación que pague las pensiones de una población envejecida, que sostenga un modelo fiscal insostenible, que financie políticas migratorias fallidas y, además, que acepte vivir peor que sus padres, sin protestar. No es sostenible. No es moral. Y no es político: es suicida.

La respuesta debe ser clara y urgente. Europa debe dejar de invertir en la ilusión del «reemplazo funcional» a través de la inmigración masiva y reenfocar todos sus esfuerzos en reconstruir el contrato intergeneracional. Esto significa políticas de vivienda pública que prioricen a los jóvenes europeos, subvenciones dirigidas al nacimiento y crianza de hijos autóctonos —no extranjeros—, empleos estables basados en el mérito, estructuras fiscales adaptadas a las realidades familiares y laborales modernas y, por encima de todo, un control estricto del gasto social: los nuestros primero, porque sin los nuestros no hay Europa.

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