Una teología de la fragilidad

León XIV renovó ante miles de jóvenes una invitación concreta y realista: nada en el tiempo puede saciar lo que fue creado para la eternidad

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En la jornada cumbre del Jubileo de la Juventud, allá por los primeros días de agosto, el papa León XIV ofreció una meditación que no fue un discurso paternalista ni un sermón motivador, sino una invitación a pensar. Desde Tor Vegata se dirigió a los jóvenes no como aprendices en ciernes, sino como hombres y mujeres ya iniciados en el misterio de la vida. Y comenzó con una imagen tan humilde como elocuente: la hierba del salmo que se proclamaba ese día en la liturgia.

Una imagen sencilla, que en sus labios se convirtió en parábola de la condición humana. Símbolo de juventud y de fragilidad, pero también del deseo infinito que arde en quienes todavía no se resignan. Así reza el salmo: «Como hierba que se renueva: que florece y se renueva por la mañana, y por la tarde la siegan y se seca».

Lejos de suavizar la crudeza de este versículo, el Papa subrayó su fuerza desconcertante. La fragilidad, dijo, forma parte del asombro que encarnamos en nuestra propia vida. Una frase breve, pero profundamente contracultural en un mundo que identifica la debilidad con fracaso y la juventud con un capital que debe gastarse antes de perder su brillo. León XIV esbozó, en cambio, una verdadera teología de la fragilidad: lo efímero no como negación de la vida, sino como condición para su renovación constante.

Esta mirada recuerda a ciertas páginas de Rilke, cuando escribe en su Primera elegía de Duino que «lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, ése que todavía podemos soportar». La hierba que se dobla y se yergue de nuevo, que se consume y se transforma en alimento, revela una circularidad de la vida que no es solo biológica, sino espiritual. Y en ese campo que «tiembla bajo tierra» incluso en invierno se escucha el eco de la semilla que muere para dar fruto. En Jn 12,24 encontramos el gran paradigma cristiano.

Pero el Papa no se detuvo en una estética de lo limitado. Dio un paso más: habló del deseo. Estamos hechos —dijo— para una vida que se regenera sin cesar en el don y en el amor. Y añadió: «Llevamos dentro una sed inmensa, una sed ardiente que ninguna bebida de este mundo puede apagar; anhelamos un más que ninguna criatura puede colmar».

Aquí resuena de alguna forma la intuición de Pascal: «En el corazón de todo hombre existe un vacío que tiene la forma de Dios». Pero más que el lógico o el apologista, parece alzarse la voz del narrador: esta página del Papa podría hallarse en una novela de Julien Green o en los monólogos interiores de Dostoievski, donde el alma oscila entre sustitutos pasajeros y el anhelo del Absoluto. La sed no es algo que deba reprimirse, sino una voz a la que debemos escuchar. Y León XIV ofreció una de las imágenes más delicadas jamás dirigidas a los jóvenes por un pontífice: «Convirtamos esa sed en un taburete desde el cual trepar y, como niños, ponernos de puntillas ante la ventana del encuentro con Dios».

La metáfora evoca inevitablemente a Saint-Exupéry y su modo de mirar la vida adulta a través de los ojos de la infancia perdida. No es casual que, en ese momento de la homilía, el Papa hablara de un Dios que no irrumpe con estrépito, sino que «golpea suavemente en el cristal de nuestra alma». Una ventana frágil, capaz de quebrarse, pero también transparente, si nos atrevemos a mirar. Y cuando al final habló de «la aventura con Dios en los espacios eternos de lo infinito», no fue retórica mística, sino una invitación concreta y realista: nada en el tiempo puede saciar lo que fue creado para la eternidad. Esta certeza nos invita a la esperanza.

La esperanza —como la hierba, como la sed, como el encuentro— es frágil, pero tenaz. Y canta aun en medio de la tormenta una melodía sin palabras. En Tor Vergata, León XIV no ofreció recetas. Sembró semillas. Invitó a mirar a Jesús. Habló de la vida como se habla de un campo: con respeto, con maravilla, con silencio. Ese es el idioma que los jóvenes entienden. Porque no necesitan eslóganes: necesitan sentido. Y el sentido, como bien se intuye, nunca es posesión, sino siempre camino.

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