Llevaba unos días seco, sin ganas de escribir. Buscaba un tema a la orilla de la playa, que la resaca de la marea me trajera alguna ocurrencia, un mensaje en una botella, el resto de algún naufragio que fueran las primeras palabras. Me senté a esperar, por si las olas me ofrecían algo promisorio. Pero nada.
Rebusqué luego entre las páginas leídas, y recordé, con Stegner, «una mañana de pájaros y cositas que crujen con timidez». Yo quería algo así, íntimo, ligero y estival. Y, para hallar ese tono, leía junto al mar a Sánchez Rosillo, deleitándome en «la hermosura del mundo: los árboles, los libros, / la música, el verano, las muchachas». Pero ni con esas. Ni pájaros, ni cositas, ni tímidos crujidos.
Como tantas veces, la vida real vino a sacarme de mis improductivas ensoñaciones literarias. Fue por boca de esa criatura pizpireta que responde a la inicial de J. y que ahora tiene nueve años. Habíamos hecho los dos un pequeño trayecto en moto. Pasamos por delante de uno de los bares de la zona, desde cuya terraza nos miró una pareja de mediana edad. Sonrieron al ver la estampa del adulto y el niño a lomos de una vespa. Así al menos lo vi yo.
El niño lo vio, sin embargo, de otra manera. En cuanto, un minuto después, nos bajamos del ciclomotor, me dijo: «Esos de ahí se han reído de nosotros». Me opuse, argumentando que no se reían de nosotros, sino con nosotros, porque el colorido de su casco y la ternura con que se agarraba a mí resultaban sin duda graciosas. El niño, con voz sentenciosa, me mostró su disconformidad: «No, Papá, tú piensas que todo el mundo es bueno». Y, cuando yo iba a explicar qué pienso del género humano, la criatura aclaró su afirmación anterior: «Tú crees que el diablo te va a regalar el arcoíris».
Le hice repetir la frase, para confirmar que había oído bien: «He dicho que tú crees que el diablo te va a regalar el arcoíris». Me sonó más a Girard que a Sánchez Rosillo, pero igualmente hermoso. El ingenuo, el que va siempre con el lirio en la mano, espera que hasta el mismísimo demonio le traiga un magnífico presente, un regalo de apariencia celeste y luminosa. La imagen me pareció muy lograda. «¿Y de dónde has sacado tú eso?», le pregunté a mi joven poeta. «No sé, supongo que estaba aquí dentro», me contestó el angelito mientras apuntaba a la sien con el índice de su mano derecha.
Después pasamos de lo poético a lo ético. Le dije que es mejor confiar en las personas que malvivir entre las sombras de la sospecha; que hay gente mala —incluso malísima—, pero que hasta los muy malvados son más que sus maldades y pueden acaso arrepentirse; que podía quedarse tranquilo, que nadie se había reído de nosotros; y que, cuando crezca, si es un hombre bueno verá a Satán caer como el relámpago.