En el colegio yo no era de los más rebeldes o conflictivos. No era de los peores estudiantes —tampoco de los mejores—. Los profesores muy pocas veces tuvieron que llamarme la atención por conductas inapropiadas. No era el agitador de la clase ni tampoco el payaso. Pero había algo que sí me diferenciaba de los demás. Todos, tanto profesores como compañeros de clase, estaban de acuerdo en hacerme este reproche: «Estás en las nubes». Y no podía negarlo. A veces, mientras el profesor hablaba, yo estaba cinco mil metros por encima de la clase, en una región etérea e invisible, flotando en un sueño sin párpados. Mi expresión y postura corporal me delataban: mirada perdida, como la de un chamán en trance, boca entreabierta con una ligera mueca de fascinación, mi antebrazo derecho formando un improvisado arbotante contra mi cabeza abatida. Visto desde fuera debía de resultar cómico, pero yo estaba completamente ausente y no podía darme cuenta, era como si en mi pupitre hubiera dejado un monigote con mis rasgos mientras yo hacía novillos.
Entonces un estruendo me devolvía súbitamente a la tierra, tal vez una risa general a mi costa. El profesor me había preguntado algo y el monigote no había respondido, o simplemente un alumno se había fijado en mi cara de sonámbulo y con un simple toque de codo, que se difundió como una corriente eléctrica por toda la clase, había conseguido que todos los demás se volvieran para mirarme. Yo sólo podía devolver la risa, cualquier otra reacción hubiera aumentado la de ellos. Otras veces era el timbre el que me agarraba de los tobillos y me bajaba de un tirón, pero eso me dejaba aturdido y durante los minutos siguientes yo padecía los síntomas de un jet lag. En todo caso, cualquiera que fuera el estímulo externo que me devolvía a la tierra, la cuestión es que al regresar no me podía librar del comentario de algún compañero de clase: «Estás en las nubes».
Más tarde descubrí que existía una palabra para definir a las personas como yo: nefelibato. Está compuesta de dos términos griegos y significa literalmente «el que camina por las nubes». Me pareció una palabra majestuosa. Tiene algo de título nobiliario, de aristócrata del Imperio bizantino. Lamenté profundamente que se tratara de una palabra culta, poco conocida; si en el colegio hubieran utilizado esa palabra para describirme, entonces aquel reproche que todos me hacían habría tenido algo de cumplido, al menos nominalmente. Aunque me la hubieran lanzado con ánimo despectivo, aquella palabra habría transformado la burla en reverencia. Además, cuando tenía que entregar una nota del profesor a mis padres, habría sido mucho más ventajoso para mí que hubieran leído lo siguiente: «Alonso se comporta bien en clase, entrega los trabajos a tiempo y no da problemas. Es el más nefelibato».
La verdad es que salvo por mi reputación de estar en las nubes no puedo quejarme de mi etapa escolar. No tuve ningún mote. Era aceptado en todos los grupos y juegos. No sufrí nada parecido a lo que hoy llaman bullyng (tenía, por lo demás, un antídoto: un hermano mayor). Pero había algo que me parecía un enigma a la vez que una injusticia: aunque todos se preocupaban de recordarme que yo estaba en las nubes, a nadie se le ocurría preguntarme qué había allí, cómo era aquel lugar, por qué me gustaba tanto pasar el tiempo en él. Cuando un niño volvía de un pequeño viaje con sus padres todos querían saber qué había visto, se le sometía a un interrogatorio hasta que describía el lugar con pelos y señales. Yo estaba a menudo en las nubes y a nadie le interesaba.
Aunque tampoco me hubiera resultado fácil describir aquel lugar, que para empezar no es un lugar ni tiene nada que ver con ese cielo que vemos. Las nubes forman un reino donde no existe lo imposible y al que sólo se puede llegar creyendo en él. Una pequeña duda y se desvanece, una vacilación y ya se ha ido. Si cuando estás allí preguntas «¿cómo es posible?», te encuentras pronunciando la última palabra fuera de sus dominios. Así de delicado es, y por eso mismo indestructible, inconquistable. Nadie ha conseguido negar su existencia desde dentro, nadie ha podido plantar la semilla de una rebelión. En las nubes la ingenuidad es sabiduría y la inocencia conocimiento. En las nubes se encuentran las ilusiones fugaces y las inextinguibles, lo que fue y lo que pudo haber sido, los vivos de hoy y los de ayer, el «sí» que nunca llegó y el beso que no dimos; en las nubes se encuentran el sueño y todos sus afluentes, las lágrimas de alegría y los perdones reprimidos, la despedida, el regreso, la reconquista de lo que nunca tuvimos. Tal vez no es demasiado concreto. Ya lo he dicho: no es fácil describirlo.
El tiempo ha pasado, ahora mi colegio está irreconocible y el mundo es cada vez más pragmático. Y yo, ¿habré cambiado? Todavía visito las nubes con frecuencia, casi podría decirse que tengo doble nacionalidad, pero —debo confesarlo— las exigencias de este mundo, los compromisos de la vida adulta han conseguido que por primera vez me hayan tenido que llamar la atención en aquella región etérea. Las vueltas que da la vida. El otro día, mientras estaba allí, alguien que también paseaba por las nubes me dijo, al verme demasiado serio y concentrado: «Estás en la tierra».


