Las elecciones del 23 de julio están bajo sospecha, por mínimas que sean las cábalas en el caso de los votos comprados en varios municipios de España, el escepticismo ya está servido. Siempre existirá la duda, como escribió hace unas semanas Francisco Sierra en The Objective, de si hubo más casos de caciquismo sin descubrir por la junta electoral. La desconfianza es mortal para la credibilidad de nuestro sistema. No somos conscientes todavía del alcance que va a tener lo acontecido en la credibilidad democrática de nuestro país; debemos meditarlo y reflexionarlo con el espíritu de unos estadistas comprometidos con España. Sobran las utilizaciones partidistas de esa mercantilización electoral: desde un partido de Melilla, pasando por el PP de Bigastro y terminando por el PSOE de Mojácar están en el fango de las turbulentas aguas.
Está en juego mucho más que ganar unas elecciones, se cuestiona la legitimidad y los filtros de nuestro sistema. Democracia que se ha convertido en el máximo credo en el que tener fe para el hombre posmoderno. Más de una vez se han escandalizado mis interlocutores en determinadas tertulias en las que les alumbraba sobre la necesidad de que el régimen liberal se sustentase en unos principios básicos heredados de la cultura grecorromana. Ahora, éstos, ante las sombras que se ciernen sobre esa democracia que antes veían inviolable, caerán en una rebeldía existencial. Preocupa más el efecto de la causa que nos atañe que el asunto en sí. Si la política y todo lo relacionado con ella ya generaba desafección, como destaca Michael J. Sandel en su reciente libro Descontento democrático, no me puedo ni imaginar las heridas emocionales y resentimiento que esto puede provocar a los que ya desconfiaban mínimamente del sistema. Muchos que fueron a votar el 28M lo hicieron con la nariz tapada, como se palpita y se escucha en la tónica general. Sólo ha hecho falta ver las noticias para darse cuenta de que importaba más lo que le pasó a Vinicius en Mestalla que la campaña electoral; si los medios de comunicación, opinadores y polemistas han escrito y hablado más de la lucha contra el racismo que de las propuestas de nuestros dirigentes es por que hablar en términos electorales no vende tanto como antes. Estamos cansados de propuestas irrealizables, de tener la sensación de que la campaña electoral está hecha para tontos.
Nos jugamos que la fiesta de la democracia siga siendo una celebración democrática. Esa crisis de fe electoral puede germinar sobre todo en las plazas donde los resultados se han decidido por un puñado de votos. No es baladí acometer los cambios necesarios para fortalecer nuestra democracia; sobre todo teniendo en consideración que desde las elecciones de Estados Unidos en 2020 hasta los comicios de Brasil en 2022 han sido contaminados con el veneno del pucherazo. Ortega y Gasset escribió en La rebelión de las masas que una democracia injusta no es una democracia. Podríamos aprovechar la triste coyuntura para reformar nuestra desequilibrada ley electoral.
250 euros. Eso es lo que cuesta desestabilizar una democracia.