Lo que pasa es que se viaja poco por España; desde luego, no lo suficiente. Me temo que tenemos, como poco, dos generaciones de jóvenes que han frecuentado el extranjero gracias a vuelos de bajo coste, alojamientos turísticos, etc., pero les falta conocer nuestro país. El prestigio de los destinos lejanos —no sin cierta dosis de esnobismo, por cierto— ha terminado desplazando la grandeza y felicidad de lo que tenemos más a la mano.

Para colmo de males, la actitud del turista ha desplazado a la del viajero de modo que, a menudo, los visitantes pasan por los lugares sin que los lugares pasen por ellos. Como todo, la mirada se adiestra y, quien no ha empezado por lo próximo, ¡ay!, difícilmente puede terminar viendo lo lejano. Sin ponderar la belleza de Aranjuez y La Granja, es posible que algo de Versalles se escape.

Por supuesto, Madrid, Barcelona y las demás grandes ciudades acogen millones de españoles que se desplazan por vacaciones, fines de semana largos, puentes, «acueductos» y otras felices coyunturas del calendario. En realidad, ese es parte del problema: creer que, con admirar las grandes capitales de España, ya está todo visto y que lo demás vale menos. No lo está.

Es más: quien sólo conoce esas grandes ciudades ni siquiera eso conoce. Es inalcanzable la importancia de Sevilla, de Santiago de Compostela o de Valencia sin aprehender, al mismo tiempo, el camino que las condujo a ser lo que son hoy. El paso fugaz por los sitios, la falsa seguridad del retorno —«total, ahí puedes ir cuando quieras»— y la necesidad de ir deprisa hurtan la calma precisa para descubrir los tesoros que España encierra. No lo digo como reproche —la prisa es un signo de nuestro tiempo— sino como alerta: así es imposible arraigar, ni entender ni abrazar como propio nada de nada. El Camino de Santiago a pie crea una relación especial con los lugares. Lo que se ha pateado forma, de algún modo, parte de nosotros; se vuelve diferente de lo que vemos desde la altura de un autobús turístico.

La guerra abierta contra las humanidades y la segmentación del estudio de la geografía han sido devastadoras; en primer lugar, porque desdibujan la unidad nacional so pretexto de conocer «lo cercano» (que, en realidad, se limita artificialmente) y a continuación porque la relación entre ser humano y entorno es tan estrecha que, sin la historia, también la geografía se nos escapa. El bellísimo paisaje de la dehesa extremeña, por ejemplo, requiere estudiar no sólo sus características, sino su papel en la economía y la cultura de España desde la ganadería de toros bravos hasta el latifundismo.

España no termina, naturalmente, en la Península. Si no se viaja a Ceuta y a Melilla o si no se va más allá de las playas de las Baleares y las Canarias —recuerdo la belleza de la villa de Teguise— hay algo de nuestro país que se nos termina escapando. Entre los muros de Melilla la Vieja —una de las fortificaciones más imponentes de España— hay mucho que aprender de nuestra historia. Nuestro país no mira sólo a Europa, sino también al Mediterráneo y a América y aun más allá hasta las Filipinas. Decía Eugenio Montes en El viajero y su sombra que «hay países, como Portugal, que han nacido para ir por esos mundos de Dios. Otros, como Bélgica, parecen haber nacido para que esos mundos de Dios pasen por ellos […] Portugal es un caminante. Bélgica, tan sólo un camino».

Así, siempre nos quedará un palmo de España por descubrir. Siempre habrá una parte de la Hispanidad que nos espera. También el teólogo del cuento de Borges, como todo poseedor de una biblioteca, «se sabía culpable de no conocerla hasta el fin». Lo importante, creo yo, es la mirada y la pausa, la atención y la escucha. Ir con tiempo a los sitios y asumir que no se puede ver todo, pero qué sí podemos aprender mucho, es una forma de resistencia contra el frenesí de ir a un sitio a otro como pollo sin cabeza.

No se me escapan los problemas del viaje contemporáneo —las medidas y alarmas sanitarias, la turistificación, las masas— pero nada de eso debería disuadirnos de salir a descubrir España más allá de sus grandes ciudades y sus destinos más famosos. El viaje nos depara tesoros paisajísticos, gastronómicos e históricos, pero conduce a algo más valioso: la historia y la memoria. Un pueblo desmemoriado es un pueblo desarraigado y, cuando alguien no tiene raíces, se lo puede llevar donde se quiera.