Los gobernantes no cogen el metro. Acomodados en sus coches oficiales de cristales tintados, carrocerías relucientes, tapicería de cuero. Burbujas en un mundo que se cae a pedazos y que ellos pretenden solucionar sin conocerlo. Van de su casa al despacho, de Davos a la Moncloa y del ministerio a su trinchera del hogar sin que les disparen las balas de la verdad.

Yendo en metro uno adquiere un conocimiento pleno de dónde y cómo estamos. Se intuye que la degradación de nuestros políticos es fruto de la inercia de la corrupción moral de nuestra sociedad, reflejada en una tristeza existencial sin parangón. Acompañado del silencio atronador de disfrutar contemplativamente del trayecto en el transporte público te das cuenta de que estamos tocados. Escuchas a una mujer hablar por teléfono sobre sus miserias conyugales acentuadas por la depresión de su marido, palpas el hastío en determinadas miradas o percibes tensión en ciertas conversaciones en las que parece que siempre están en guerra. Me llaman especialmente la atención los ojos de la gente, espejo del mundo en el que vivimos. Amargados, tristes, melancólicos, depresivos, con las retinas dilatadas por el Prozac. No hay nada más sincero que una mirada, y las de muchos están descolocadas sin encontrar consuelo. Siempre le digo a mi novia que lo que más me gusta de ella son esos ojos que tiene que trasmiten inocencia y bondad, aquello que tanto hemos perdido con este panorama depravado y enfermo. Luego llega Irene Montero y te dice que los niños tienen libertad para mantener relaciones sexuales con quien quieran y te das cuenta de que cada día estamos peor. Una sociedad enferma gobernada por unos tarados el final que le aguarda es el de la extinción.

En el metro te das cuenta de que hemos perdido toda educación y que a más de uno le haría falta empaparse del Tratado de las buenas maneras. En hora punta eso puede ser lo más parecido a ir a una cacería humana. El otro día estaba ayudando a unos turistas extranjeros a pasar la barrera y de pronto una Charo con todas las letras apareció cual rinoceronte colándose y pasando por encima de nosotros. Van a su bola. Ya no vivimos en comunidad, somos como islas en un océano que separa miles de millas unas de otras. Recuerdo en una ocasión cuando me disponía a salir de la estación y me encontré en las escaleras mecánicas a un anciano patas arriba agarrando una maleta por los aires —no me van a negar el punto cómico de la escena— y absolutamente nadie de los que pasaban por allí hacía nada por ayudarle. A toda prisa, tuve que subir los peldaños en movimiento y acudir en su auxilio. Se parece mucho a cuando mi padre se desvaneció en plena Castellana y absolutamente nadie le asistió. El miedo, la desconfianza y el egoísmo se aglutinan para hacer del ser humano posmoderno un ser más territorial que los propios animales.

La obligación de los dirigentes debería ser liderar a la sociedad y buscar no sólo su bien material sino espiritual. Hombres de Estado, líderes morales. Si estamos así es porque unos han buscado a través de la ingeniería social la degradación social y otros no han hecho nada para frenarlo. Quizá no tengan ni idea de cómo vivimos. Si me apuran, no saben ni lo que cuesta un café. No sería descabellado que imitaran a Winston Churchill cuando se adentró en las tripas de Londres y cogió el metro para conocer lo que pensaban los británicos sobre la rendición de su país frente a la Alemania nazi por la que clamaban muchos miembros de su partido: sus vecinos le dijeron que había que dar la batalla y atacó con todo a Adolf Hitler. Mi piel no puede evitar rizarse al pensar en la figura del legendario primer ministro británico, porque llevamos tiempo sin tener a figuras con tanta visión.