«El hombre moderno se ha transformado en un artículo; experimenta su energía vital como una inversión de la que debe obtener el máximo beneficio. Su finalidad principal es el intercambio ventajoso (…) La vida carece de finalidad, salvo la de seguir adelante, no hay principios y la única satisfacción es consumir» apunta Erich Fromm en El arte de amar. Es decir, el valor inherente del humano contemporáneo parece depender de lo que consiga y pueda consumir después. De manera que se idolatra a quien tiene mucho dinero, una posición elevada en la jerarquía corporativa; u otra métrica actual: tiene muchos seguidores. Lograr el ansiado crecimiento personal —entiéndase eso como uno quiera—, conseguir un coche mejor, una casa grande, «ser libre financieramente»; son muchas las metas de los jóvenes y no tan jóvenes, pero todos comparten la ambición de cumplir metas. Sin embargo, más y más personas son diagnosticadas de síndrome de burnout o depresión; los entretenimientos vacíos y las adicciones (a las drogas o la tecnología) crecen a pasos agigantados. ¿Ocurre todo ello por esta persecución constante del logro?

Para responder a preguntas sobre la buena vida, hemos de analizar siquiera superficialmente la cultura. Cabe aproximarse a ella desde un prisma individualista o colectivista. Los individualistas se centran en la independencia, autonomía y rendimiento personal. Las sociedades que viven así están más enfocadas en lograr y miden su valor humano se calcula en función de ello. La idea de la felicidad se presupone al alcanzar ciertas metas como si ésta fuera una ecuación. «Cuando tenga X cosa seré feliz».  Curiosamente, este tipo de sociedad está más deprimida; por ejemplo, Australia, Estados Unidos y Reino Unido. En el polo opuesto, una cultura colectivista promueve la interdependencia entre personas y grupos, donde las necesidades del colectivo se consideran más importantes que las del individuo. Los países asiáticos son generalmente colectivistas.

Centrándonos en los individualistas, conviene introducir un término: el high achiever. Suele ser una persona «orientada al éxito, pragmática, adaptable, con determinación y autoconsciente» explica Anna Lundberg en su artículo The curse of the high achiever. Los embajadores de esta forma de vida fallan en darse cuenta de que, en su inexorable lucha por los logros, sacrifican partes significativas de su existencia: salud, tiempo con la familia, relaciones sociales y, frecuentemente, la felicidad misma. A veces se percatan de que ya poseían lo que ansiaban; como en el trágico y apocalíptico final de No mires arriba, en el que Leonardo DiCaprio reflexiona: «Realmente lo tuvimos todo, ¿no es cierto?» El problema es que el fenómeno « high achiever —junto a otros fenómenos de glorificación de la productividad y la eficiencia— es fomentado con fervor en nuestra sociedad mercantilizada.

Un vivo ejemplo es «el sueño americano», un ejército cuyos soldados son los doers (los que hacen). En la introducción del programa The Apprentice dice Donald Trump oímos: «Manhattan es un sitio duro. Si no tienes cuidado, te comerá». Mientras escuchamos la frase, la cámara enfoca a un sintecho. «Pero si trabajas realmente duro, puedes llegar a lograrlo, y digo lograrlo en grande». En eso consiste, en suma, el irrealista sueño americano: trabaja duro y llegarás sin duda al «éxito»; quien no tiene donde dormir es que se lo merece y no ha trabajado lo suficiente. Esta forma de pensamiento se ha expandido más allá de los Estados Unidos, infectando al resto de occidente con una epidemia. Según Psychology Today, la gran mayoría de jóvenes en los Estados Unidos identifican el logro individual como lo más importante; por otro lado, el perfeccionismo está en aumento, lo cual propulsa la ansiedad a las cotas que ahora conocemos.

Fromm nos dice también que «la cultura contemporánea está estrechamente vinculada con el deseo de comprar, el deseo de un intercambio». Por ende «la felicidad del hombre moderno consiste en comprar todo lo que pueda». Sin embargo, como hemos indicado al principio, existen métricas objetivas que nos gritan que así no es sostenible vivir bien. Cuando el consumismo pasa a valor fundamental, se usa para llenar vacíos, y la inmediatez sustituye a la trabajosa tarea de convertirse en un ser humano hecho y derecho: digno, con coraje, capaz de amar y honorable.

Añadamos una variable más en la ecuación. Leon Festinger, fundador de la teoría de la comparación social, explica que los individuos se comparan con los demás para autoevaluarse, lo que se exacerba con las redes sociales y la «carrera de ratas». Además, la cultura de la productividad y el fenómeno self-improvement, hace que muchos jóvenes busquen soluciones en maquiavélicos gurús de internet, lo que conlleva graves consecuencias: burnout, estafas y depresiones. Por si esto fuera poco, las redes y los algoritmos personalizados localizarán rápidamente a una persona con deseo de «desarrollo personal» y su feed se comenzará a llenar de ponzoña para que convierta su vida en una especie de rutina óptima para el crecimiento personal, de nuevo sacrificando partes significativas irrecuperables de su existencia para cumplir «metas». Pero ¿se habrán preguntado esos chavales si eso es lo que verdaderamente quieren? «Si no te hacen crecer, elimina a esas personas», zanja Amadeo Llados.

Retomemos a Anna Lundberg, quien en su artículo expone que quien está obsesionado con el reconocimiento y la validación externa pierde el sentido de lo que verdaderamente importa y avanza sin mirar atrás. Es una especie de huida hacia adelante. Se centra en la imagen que obtiene de su trabajo, no en su esencia; en el qué dirán, en detrimento de lo que realmente valora. La satisfacción es inalcanzable y funciona como una infinita red social: cuando llegas a lo que parece el final, hay otro logro que obtener, otra meta volante; la meta final jamás la avistas. Otros aspectos destacados por la autora son el miedo al fracaso (cuando hay mucho en juego se arriesga poco) y la soledad. Esa huida hacia delante es hija de la irreflexión sobre la vida propia y cómo vivirla. Con prisa elegimos el camino a seguir, muchas veces influenciados por elementos externos a nuestras inclinaciones naturales.

Por otro lado, hemos de tener cuidado porque cuando uno no encaja también se vuelve susceptible de ser captado por estas telas de araña. El moderno concepto embaucador que muchos gurús usan es «salir del matrix». El matrix equivale a la convencionalidad: pasar ocho horas trabajando, yendo y viniendo del trabajo para luego estar en casa y «pudrirse poco a poco hasta morir». Es una denigración de la vida «normal». Con la vida ordinaria destruida, los gurús pueden empezar a vender su versión idílica donde sus súbditos se «hacen millonarios» y «escapan del matrix». Al final, quien más caja hace es el gurú, por supuesto. Pero fíjese el lector cómo ha calado el mensaje que señores como Llados tienen miles de alumnos, adeptos de una religión falsa que parten de una mentira propia del tóxico mundo de la autoayuda.

Detrás de este discurso se esconde una preocupación personal que creo que muchos comparten: en el lecho de mi muerte no me gustaría arrepentirme de aquello que no me atreví a hacer. Bien, ¿entonces hay que vivir la vida al máximo y no hacer nada que no nos guste, no es así? Afortunadamente, o por desgracia, las cosas no son así. Muchas veces no tenemos elección; hay otras en las que la responsabilidad que recae sobre nosotros es enorme; en ocasiones no podemos «perseguir nuestro sueño»; y a veces nuestra habilidad no nos da, o no estamos a tiempo de cumplirlo. Hay duras realidades: la libertad de «hacer lo que uno quiera» no lo justifica todo.

Sin embargo, sí podemos pensar en cómo queremos vivir. Decía Jiddu Krishnamurti que «no es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma». Vivimos conectados, pero con una marcada soledad; somos materialistas cuando está demostrado que serlo se asocia con una menor tasa de felicidad. Vivir acorde a lo establecido, con el piloto automático suele acabar en harakiri. Rara vez alguien dirá: «me arrepiento de no haber trabajado más». Debemos pensar con rectitud y seriedad acerca de lo que una buena vida conlleva. Fromm ya dijo de manera contundente que «el sistema moderno necesita hombres que cooperen mansamente y en gran número; que quieran consumir cada vez más; y cuyos gustos estén estandarizados y puedan modificarse y anticiparse fácilmente». La reflexión personal y las decisiones importantes son cada vez más difíciles de practicar: la prisa, los mencionados problemas que expone Fromm y la nueva la sobreestimulación son probablemente culpables. En cualquier caso, hemos de rebelarnos.

Pensemos, pero pensemos de verdad, qué es lo que nos hace feliz y qué queremos construir en la única oportunidad de vivir que tenemos. Seamos conscientes de que la inmediatez es una mentira y que todo lo satisfactorio es a largo plazo y requiere de paciencia y concentración. Para hacerlo, cambiemos de rumbo y de tempo. Estamos enajenados con nosotros mismos y los demás y sobrestimulados por las tecnologías de bolsillo, que nos enferman. Es ahora, antes de que sea demasiado tarde, el momento de darle la vuelta a nuestras vidas.