El tiempo, de la mano de quien lo moldea, tiene la capacidad de convertir lo impensable en un presente que se ve frente a nuestros rostros con la más absoluta normalidad. Impensable, ciertamente, hubiera sido hace no tanto ver a un torero copar las portadas de los periódicos, abrir telediarios o ser trending topic en todas las redes sociales. Algo que, por otra parte, queda como muy nimio para quien se ha propuesto mostrar una pequeña y desnuda porción de la vida que a veces se nos olvida. «Yo no busco la felicidad, busco la verdad, y la verdad es incómoda y arriesgada», dijo una vez aquel hombre de La Puebla del Río. Y Verdad —por tanto, bueno y bello— ha sido lo que hemos vivimos con su toreo todos estos años.
No tiene sentido que les cuente lo que ya saben. Sí, el domingo José Antonio Morante de la Puebla se quitó la coleta tras abrir la puerta grande del coso venteño por segunda vez en su carrera. Algunos, quizás en busca de un consuelo que no se termina de entrever, insisten en esto de quitar, que no es cortar. La verdad, qué más da. Antoñete se cortó la coleta tres veces, o eso nos dicen los que llevan algo más en este mundo que nosotros. Quizás Morante lo haga tantas veces o más, tal vez no. A Antoñete, precisamente, se le homenajeó esa misma mañana en su plaza, la de Madrid, bajo la promoción del mismo Morante. Un acontecimiento taurino inédito que reunió a figuras ya retiradas, una ambrosía que fue ofrecida a los aficionados y que nos permitió saborear la esencia de un toreo que dejó de existir hace tiempo pero que volvió a ser por unos instantes, para el recuerdo de muchos y para el primer y único deleite de otros tantos.
Lo de Morante no tiene sentido que lo dejemos escrito en unas pocas líneas porque no seríamos capaces de transmitir la felicidad que allí vivimos, esa que el torero nunca ha buscado y de la que tan lejos ha estado en muchas ocasiones. Escribió Delibes en La sombra del ciprés es alargada: «Me percaté entonces de que la alegría es un estado del alma y no una cualidad de las cosas. Que las cosas en sí mismas no son alegres ni tristes, sino que se limitan a reflejar el tono con que nosotros las envolvemos». Los toros son sensaciones y emociones, y a nadie le puedes discutir ni explicar el impulso interno que te recorre el cuerpo en la plaza, ese que te manda echarte las manos a la cabeza y levantarte del tendido cuando un señor teje con la muleta la silueta de su alma.
Y te levantas, te levantas de tu porción de piedra sin que nadie te avise y sin que exista previo acuerdo. No te percatas de que, como tú, todo el tendido se ha levantado a la vez, mayores y jóvenes, porque una embestida capitaneada por dos pitones sobre los que hace malabares la muerte os ha revolcado el alma. Y eres feliz, porque un héroe vestido de luces ha moldeado por un instante el tono con el que envuelves las cosas, y la tragedia y la alegría se han rozado por un momento, porque la tragedia y el desprecio a la vida han sido bonitos al ritmo de un compás efímero. Sí, ha sido fugaz y casi se ha esfumado, pero lo ha sido, y tú lo has sentido. Sólo ahí, sólo entonces. Crear esa comunión está al alcance de muy pocos, y uno de ellos se marchaba el domingo.
En Las Ventas se retiró un hombre que trató de influir, desgarrado por dentro, sobre el tono con el que revestimos las cosas. En los hombros de Morante descansaba la responsabilidad de ser el último orfebre capaz de tallar sobre la muerte. Morante es mucho más que un torero; su tauromaquia es una forma de rendirle culto a los matices, algo adicional —algo como ritualizar el rito— que lo engrandece aún más. El de La Puebla ha sido guardián de aquellas cosas que han de guardarse, comendador de lo que se recuerda y legatario de un patrimonio de matices que han requerido, siempre, de su estudio incansable. En la figura de Morante, ese hombre que decidió dar muerte a un toro blanco de Osborne por la mañana y enfundarse un traje Chenel y Oro por la tarde, residen un sinfín de gestos, tauromaquias, tonos e historias.
Morante era eso que necesita la fiesta, el contenido de la misma, especialmente ahora que llegan a sus orillas oleadas de jóvenes atraídos por un rito que adolece cada vez más de emociones sentidas. Eso era y es Morante, el contenido que permite explicar el sentido inexplicable que tiene la tauromaquia en el siglo XXI, una fiesta como esta en una sociedad que teme a la única certeza que, por otra parte, tiene. Y esa es la grandeza del diestro, por mucho que algún estudioso de esto se empeñe en negar la dimensión del torero. El que crea que se trata de una admiración de sus formas, una fama resultante de la corrida más completa jamás hecha o el asombro por ser el torero más valiente del momento, no ha entendido nada. Ni la faena más completa ha sido suya, ni es el torero que más coquetea con el peligro y, si se quiere, tampoco el que mejor hace las cosas. Así que no lo razonen ustedes por ahí.
El mundo taurino se ha visto vaciado y enmudecido. La plaza fue un poema cuando el de La Puebla marchó con paso torero al centro del ruedo y se echó las manos a la coleta para acariciar con las yemas de los dedos una trayectoria única, la de una enciclopedia taurina vestida de luces. Les confieso que siento una orfandad culpable… ¡por Dios, que tengo padres! Y esa orfandad que es generalizada nos lleva a lo siguiente: tal y como decían en el tendido el pasado domingo esos a los que uno tiene que procurar escuchar si desea aprender algo más de esto, toca ver ahora qué le damos a esta gente, a toda esta muchedumbre que gritaba aquello de «¡José Antonio – Morante de la Puebla!». Porque algo tendremos que ofrecerles.
Lo cierto es que, tras Morante de la Puebla, la tauromaquia prevalecerá, claro está, como lo ha hecho siempre. Y además lo hará bien enseñada, porque hay quién se empeña en que así siga siendo, aunque sean pocos. Pero prevalecerá sin esas cosas que no se describen y que se sienten, esas que ayudan a comprender lo incomprensible del rito y llevan a cualquier aficionado a la contradicción absoluta, todas esas cosas que «en sí mismas no son alegres ni tristes, sino que se limitan a reflejar el tono con que nosotros las envolvemos». Hasta entonces, tendremos que ser mejores de lo que hemos sido hasta ahora —al menos taurinamente hablando— y procurar recibir el legado de José Antonio Morante de la Puebla, que es el de la tauromaquia entera, para transmitirlo como buenamente se pueda.