Adiós al dios del toreo

Un día de la Fiesta Nacional, la fiesta nacional entra en un tiempo sin su artista mayor

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El toreo se quedó sin su último dios en el instante exacto en que José Antonio Morante de la Puebla se cortó la coleta en Las Ventas. No hubo anuncio previo ni rumor alguno: sólo el impulso súbito de quien comprende, en medio del arte y del dolor, que ha llegado la hora. Más tarde, cuando era fácil, la epifanía en el traje idéntico al de la última tarde de Antoñete y la fecha redonda. Madrid ha sido testigo de ese instante de verdad, cuando el torero sevillano, con la mirada nublada, detuvo el tiempo y se despidió del mundo que lo consagró.

Morante, como siempre desde hace tiempo, había llenado la plaza. Toreaba entero, como si cada muletazo fuera una restitución del espíritu frente al cuerpo. En esa mezcla de fragilidad y orgullo que sólo conocen los elegidos, siguió adelante tras una voltereta que heló el aliento de los tendidos. Volvió a la cara del toro con el mismo aire de desafío con que se enfrentó siempre a la vida: sin calcular, sin medir, sin temer. Toreó como si el arte fuera una forma de redención.

Cuando la estocada rodó perfecta y la plaza se volcó en ovaciones, el tiempo pareció ceder. Morante paseó la vuelta al ruedo con las dos orejas en la mano, despacio, mirando al tendido con una emoción distinta. Y entonces, en un gesto tan humano como irrepetible, se llevó la mano a la coleta, se la cortó y la sostuvo un instante entre los dedos. No dijo nada. No lo necesitaba. En la plaza más exigente del mundo acababa de cerrar, sin palabras, una de las carreras más intensas y poéticas que haya conocido el toreo moderno.

Morante

La Puerta Grande le esperaba de nuevo, pero esta vez el aire era distinto. Los miles de aficionados que esperaban en la explanada al grito unánime de «¡José Antonio Morante de la Puebla!» sabían, aunque esperaban —esperan— equivocarse, que era la última vez. Una multitud emocionada lo acompañó por la calle de Alcalá camino del Hotel Wellington, iluminada por la luz de los móviles que trataban de retener el momento. Nadie quería que terminara. Había una sensación de orfandad, de que algo esencial se apagaba con aquel hombre de gesto sereno que avanzaba entre lágrimas.

Morante no es un torero más. No es sólo un torero. Es una idea del toreo. Un modo de entender la belleza como riesgo, el arte como desafío, la verdad como único argumento. Su carrera, tantas veces interrumpida, ha sido una sucesión de retornos, de huidas y de milagros. Se fue y volvió siempre a su manera, como los artistas que no obedecen a nada ni a nadie, ni siquiera al tiempo. En él convivían el clasicismo de Gallito, la introspección de Belmonte y la insolencia de los poetas que aman el peligro.

Frente a la lógica del éxito, Morante reivindica la inspiración. El arte. En una época de faenas idénticas y triunfos medidos, su toreo fue un acto de fe en lo imprevisible. Ha toreado como si la arena fuese un lienzo y la muleta, una oración. A veces lo acompañaba el milagro; otras, el silencio. Pero su arte nunca fue rutinario. Siempre existió en él una búsqueda, un temblor, una tristeza antigua. Por eso su toreo no se explica: se siente.

Su despedida en Madrid ha tenido el aire de las tragedias clásicas: la emoción del héroe que se reconoce mortal, la belleza del instante que no se repite. No parece un adiós calculado, sino una revelación. Morante comprendió, quizá en mitad del dolor y del aplauso, que su historia ya estaba escrita. Y decidió ponerle punto final sin estridencias, sin anunciarlo, con la misma naturalidad con la que tantas veces se echó el capote a los lomos.

Desde la noche del 12 de octubre de 2025, la tauromaquia entra en otra edad. Se ha ido su figura más carismática, el artista que devolvió al toreo su dimensión espiritual. Con él se apaga un linaje que entendía el arte como destino y no como oficio. Lo que queda es su legado: ese temblor de muleta, esa lentitud imposible, esa forma de detener el mundo por un segundo. El público lo presintió al verlo marchar: el silencio que siguió a su salida fue el de los momentos grandes, los que no admiten ruido. Morante de la Puebla se iba con la misma elegancia con la que vivió su vida de torero, dejando atrás una estela de emoción, misterio y verdad.

Hay despedidas que cierran una biografía, y otras que cierran una época. Ésta pertenece a las segundas. Porque desde un 12 de octubre, el toreo ya no será igual. Las Ventas, al verle marchar envuelto en el rumor de los pañuelos y los móviles alzados, comprendió que había presenciado más que una retirada, una ascensión.

Los toreros son parte de las vidas de quienes les admiran entre sentimientos compartidos. Están ahí, de fondo, como ídolos permanentes hasta su retirada, a veces, como la muerte en la plaza, sobrevenida. En ese momento pasan a pertenecer al acervo eterno de un pueblo. Morante ya es historia viva y eterna de España. Más que ayer. Más mito. Un día de la Fiesta Nacional, la fiesta nacional entra en un tiempo sin su artista mayor.

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