Nadie se acusa de ser un imbécil, pero son muchos los que confiesan alegremente que no tienen memoria. Como si recordar fuera un ejercicio gimnástico o una habilidad circense. Como si no fuese la capacidad sorprendente de que todo vuelva a pasar por el corazón (una capacidad, por cierto, que otros idiomas conocen bien: en inglés se aprende by heart; y, en francés, per coeur). El corazón no es la peonza sobre la que giran, interminables y tersas, las emociones, sino la flecha bruñida que dirige nuestros pensamientos.
Por el corazón deambulan, en efecto, las personas y las cosas. Pasean por allí si se lo permitimos, cada vez que les abrimos la puerta. El corazón deja pasar y luego atesora. La «guarda del corazón»: qué expresión tan certera. En él se cobija lo que es más nuestro, lo que tiene peso. De nuevo san Agustín: amor meus, pondus meum. Mi amor es mi peso. Y el corazón abriga todo lo que pesa. En su interior, todo reverbera, y se percibe una especie de eco. Se llama intimidad. Lo intimus es el superlativo de lo interior.
En Léxico familiar, Ginzburg cuenta que, cuando ella y sus hermanos eran pequeños, su padre les abroncaba cuando se quejaba porque estaban aburridos. «¡Os aburrís porque no tenéis vida interior!», les decía. Y es que no se aburre quien recuerda, quien que sabe que, sin milagritos ni efluvios, hay acontecimientos interiores, vida por dentro, resistencia íntima.
Se suele dar por descontado que tenemos una vida o mundo interior. No me parece que sea así. Hay mucho (las prisas, la inatención, el movimiento perpetuo) que conspira en contra de esa vida, y, por tanto, al final no habrá más intimidad que la que uno se cree. Y es aquí donde el corazón vuelve a intervenir. El corazón, mediante el recuerdo, adensa la vida, le da espesor. Le confiere a un tiempo hondura y holgura. Los escritores de diarios lo saben bien: gracias a la memoria, un suceso nimio puede adquirir una relevancia insospechada o la forma sutil de la belleza inadvertida.
Con todo, no vaya a pensar uno que esta memoria cordial es un almacén polvoriento en el que se arrumba el pasado. Esa memoria se parece más bien a una ventana con vistas al futuro. Porque, sin el recuerdo de un destino pensado, ¿hacia dónde dirigiríamos nuestro siguiente paso en el baile?
Llegados a este punto, uno se acuerda de Julián Marías. Explicaba este autor que, de la misma forma que un suelo resulta «resbaladizo», el hombre es «futurizo», porque resbala hacia lo porvenir. ¿Y cómo inventaremos eso que aún no ha llegado? Con promesas. Promesas que habremos de mantener en la memoria. Promesas que necesitarán un corazón que le recuerde el compromiso al que ya quedamos uncidos (por ejemplo, en el matrimonio o en la amistad). Así que el corazón no sólo conserva y restaura lo pasado, sino que acaba siendo un arma cargada de futuro.