Aprovecho algunos ratos para hacer limpieza de papeles. En general, son retazos de periódicos, artículos sueltos, suplementos que contenían alguna reseña que en su día se me ocurrió juzgar interesante. Al examinar de nuevo las carpetas llenas de recortes y separatas, descubro que el papel ha adquirido con el tiempo una textura distinta, una condición endeble, quebradiza, que hace que casi cruja al pinzarlo entre los dedos, y sus bordes han empezado a amarillear y apergaminarse, y todo despide ahora el mismo olor de cosa arrumbada y casi exangüe que desprenden los objetos desahuciados.
No es que haya pasado mucho tiempo, pero, a veces, unos pocos años son suficientes para que despunten los primeros indicios de corrosión. Cuatro o cinco años, en ocasiones incluso menos, y todo aparece recubierto por una pátina agónica, desmemoriada. Al repasar apresuradamente los papeles para determinar cuáles irán a parar al contenedor del reciclaje —escrutinio inaplazable cuando las carpetas que custodian las resmas han alcanzado un volumen alarmante— la impresión que me asalta es de perplejidad mezclada con cierta dosis de desazón y vértigo. Perplejidad porque bastantes de los artículos que seleccioné en su día han dejado de interesarme por completo o no me acuerdo muy bien de por qué decidí guardarlos. Vértigo porque el tiempo transcurrido —como digo, sólo unos pocos años— se ha precipitado sobre algunos de los documentos que ahora releo con una voluntad tan despiadada de olvido que parece mentira que todo aquello ocupara alguna vez un lugar prominente en el muestrario de eso que llamamos actualidad.
Todo lo barre el tiempo, no hay duda, pero con algunas cosas parece poner más empeño de lo habitual, darse más prisa de la necesaria. Mientras voy echando una ojeada a los suplementos culturales o de espectáculos que me decidí a atesorar una vez, descubro títulos de películas y libros de los que, en un breve plazo de tiempo, no ha quedado ni rastro, nombres prematuramente oxidados por el paso de los días, estrellas rutilantes del mundo de las letras o del cine que han desaparecido como si nunca hubieran llegado a existir en la realidad.
Insignes escritores publicaron libros de los que hoy nadie se acuerda. Críticos y especialistas dedicaron toda su sagaz pericia retórica a ensalzar creaciones que ahora son un cúmulo de imágenes y palabras sin vida que sería imposible encontrar en alguna parte. Sí, hacer limpieza de papeles cada cierto tiempo es una actividad que puede tener extraños efectos sobre nuestro estado de ánimo. Comprenderán, amables lectores, que para quienes consagramos una parte importante de nuestro tiempo a la escritura es algo que representa —o debería representar— una cura de humildad definitiva. Me advierte, por ejemplo, de que esta columna que escribo ahora mismo, y en la que uno procura poner cierto grado de interés y de esmero, está condenada a una extinción fulminante. Me proporciona, de paso, una lección rotunda y esclarecedora acerca del exacto lugar que ocupo en el mundo. Y finalmente, me lleva a recordar aquel deslumbrante escolio de Nicolás Gómez Dávila que, alzándose sobre la voracidad aniquiladora del tiempo, consigue que esta labor vuelva a recobrar su sentido: «Aun sabiendo que todo perece, debemos construir en granito nuestras moradas de una noche».
Que así sea.